por Cartier Bresson no es un reloj
Antes de empezar propiamente con el tema de este post, permitidme que haga una pequeña introducción. En estos ya cuatro años que han pasado desde que puse en marcha ‘Cartier-Bresson no es un reloj’ he escrito muchos post y he dedicado muchas horas a investigar las vidas, obras y motivaciones de un montón de fotógrafas y fotógrafos, algunos muy conocidos y otros menos o prácticamente desconocidos.
Ese buscar constante no es un trabajo ni una obligación, no es así como lo siento, sino una respuesta natural a mi insaciable curiosidad. Y fruto de ello he ido creciendo como espectadora de fotografía y aprendiendo y descubriendo cosas que jamás hubiera imaginado. Por eso, y porque en cuatro años me he acostumbrado ya a compartir con vosotros todo el material que voy encontrando (autores, trabajos, historias curiosas, noticias y, cómo no, fotolibros) he decidido escribir también post como este que tenéis aquí y que es una especie de reflexión personal sobre un aspecto concreto de la fotografía.
Este, en concreto, es una ‘ampliación-revisión-readaptación’ de uno que escribí para el blog del festival de fotografía analógica Revela-T allá por 2018. Vamos allá.
Siempre me ha gustado esa frase que dice que una cosa es quitarse la ropa, y otra es desnudarse. De buenas a primeras, puede parecer una puntualización absurda, incluso rebuscada, pero lo cierto es que, si nos paramos a pensar un momento, encierra una distinción de conceptos que resulta interesante, básica y aplicable en la vida en general, y en el arte y la fotografía en particular.
El caso es que pocos fotógrafos escapan a la tentación de probar con el desnudo, con miradas, estéticas, intenciones y discursos diferentes, y con resultados que pueden resultarnos más o menos convincentes y más o menos atractivos. La lista sería interminable, pero no puedo dejar de citar nombres de grandes clásicos como Edward Weston, Francesca Woodman, Lucien Clergue, Ruth Bernhard, Ralph Gibson, Peter Hujar, Robert Mapplethorpe, Diane Arbus, Saul Leiter o Imogen Cunningham.
Pero más allá del desnudo físico, del acto de captar la belleza de la piel, las formas y los contornos del cuerpo humano, se atenga o no a los arbitrarios y cambiante cánones de belleza del momento, hay otro desnudo que resulta mucho más interesante, atractivo, cautivador y poderoso, y también mucho más difícil de realizar y mostrar, un desnudo que destaca por encima de los demás, uno cuya belleza, sinceridad, fuerza, honestidad y, sobre todo, cuya valentía y originalidad eclipse a todos los demás… Uno que no se percibe al primer golpe de vista, que exige tiempo, paciencia y una mirada entrenada y, por supuesto, sensible. Muchos habréis adivinado ya a qué tipo de desnudo me estoy refiriendo, pero puede que haya algún despistado por ahí que ande un poco perdido. Pues bien, me refiero al desnudo del propio fotógrafo, no al físico, ni nada parecido, sino al emocional, autoral o, si queréis, metafísico. A la mirada sincera, personal y única que queda plasmada en un trabajo u obra fotográfica.
Este es uno de los motivos que explican lo mucho que suele costarnos enseñar públicamente nuestras fotos. No me refiero al reparo que te da el mero hecho de mostrarlas y tener que “responder” por ellas frente a los demás, tener que defenderlas y defenderse con ellas, sino a ese sentimiento de vulnerabilidad que nos acecha cuando las fotografías son más que mías: son “yo”.
Me refiero a esos trabajos que son el fruto y el reflejo de nuestra mirada personal, de ese instinto que nos sale de lo más profundo y nos hace reaccionar ante determinadas escenas o temas, encuadrar de una determinada manera e interpretar y leer la luz en la forma en la que lo hacemos: de una forma única, irrepetible. Entender esto es muy fácil y a menudo se explica con un ejemplo tan conocido como efectivo: 10 fotógrafos fotografían una misma escena o situación darán como resultado 10 fotografías y 10 miradas diferentes. Algunas puede que se asemejen mucho entre sí; otras, sin embargo, serán radicalmente diferentes. Pero no habrá dos fotos iguales.
Y es que cada fotografía, cada ‘click’ de nuestra cámara, recoge y refleja nuestra forma de ver el mundo; es, o debería ser, la consecuencia de una voz. Por tanto, cuando enseñamos nuestras fotografías, estamos dando al resto la oportunidad, y yo diría que el privilegio, de ver el mundo, la realidad y la vida tal y como nosotros la vemos, a través de nuestros propios ojos. La fotografía, siempre lo digo, es el único arte que nos permite ver el mundo a través de los ojos de otra persona. Y esa es para mí la definición más acertada.
Nuestras fotografías, nos guste o no, desvelan nuestro yo interior como ninguna otra cosa en el mundo, dan al resto, como acabo de decir, la oportunidad de mirar y ver a través de nuestros ojos. ¿Acaso existe algo más personal e íntimo que eso?
Esta idea no es nueva, ni he descubierto nada que otros no supieran, los grandes de la fotografía también han sido muy conscientes de que sus imágenes mostraban mucho más que el sujeto o la escena retratada, y que además, en muchos casos, era imprescindible que fuera así: “La fotografía es una forma de gritar lo que uno siente”, decía Henri Cartier-Bresson; Minor White aseguraba que “todas las fotografías son autorretratos” y otro maestro, Richard Avedon, confesaba sin tapujos “mis retratos dicen más de mí que de la gente a la que fotografío”. Y es que un fotógrafo no sólo muestra el mundo, su mundo, también se muestra, en mayor o menor medida, a sí mismo.
Visto así es normal que nos cueste enseñar nuestras fotos, someterlas al juicio de aquellos que saben y del público en general, y desnudar nuestro ojo ante la mirada escrutadora del resto. Nuestro trabajo no habla solo de lo que fotografiamos, del tema que hemos elegido, habla también, y más profundamente, de nosotros mismos y de nuestra forma de ver el mundo, de estar en él, de entenderlo, de interpretarlo. Casi nada. ¿No es eso mucho más que un desnudo entendido como un mero quitarse la ropa?
Quizá por esto, y llegados a este punto, sea más propio hablar de “desnudamiento” y no de desnudo a secas, de sinceramiento profundo con uno mismo, con lo que vemos y con cómo lo vemos, o del miedo a enfrentar la imagen que tenemos del mundo y de nuestro lugar en él, con la que realmente proyectamos o perciben los demás.
La fotografía, como el resto de las expresiones artísticas, tiene mucho de psicológico. Pocos se atreven a defender la existencia del ojo inocente, porque la mirada del fotógrafo nunca lo es, y esto acaba con cualquier pretensión de “objetividad”, pero tampoco lo es la mirada del espectador. Somos, más que cualquier otra cosa, el fruto de nuestras experiencias y nuestro entorno.
Llegar a ser lo suficientemente libres, maduros y valientes como para ser capaces de plasmar nuestra mirada en una foto y mostrarla al resto, mostrarnos al resto, es también un acto de enorme generosidad, pero también lo es, y mucho, dejar al público total libertad para «soñar» esa foto, para meterse en ella, para leerla y reinterpretarla. En definitiva, para hacerla “suya”.
Sucede así que, por muy disparatado que pueda parecernos aquello que los demás ven en nuestras fotos, su lectura, su reacción y las proyecciones que hacen en ella enriquecen la propia obra, pero también, y esto es importante, el propio acto creativo del fotógrafo. La complementan, la acompañan, la desafían y, ya que hablamos de desnudo, la “visten”. Y es que es curioso cómo llega un momento en el que la foto, “nuestra foto”, ya no nos pertenece, al menos no del todo. No somos los únicos que le damos sentido, los únicos a los que esa imagen interpela, ni los únicos en interpelarla. Dejamos, en muchos sentidos, de “habitarla” en exclusiva. La autoría se diluye y queda reducida a ser la ‘chispa’ que estimula al espectador, al anzuelo que lo atrapa; la llave que abre la puerta a la siguiente fase de la experiencia fotográfica, la de la contemplación de la imagen. Y al siguiente desnudamiento: el del espectador ante la imagen.
La fotografía es, en este caso, un espejo en el que mirarse, pero también a través del cual mirar hacia el otro lado, hacia el interior del otro, el medio que permite penetrar y experimentar la mirada de los demás. La fotografía convierte el espejo en reflejo y, a su vez, en proyector. Es parte de su magia.
Ese “desnudamiento” bidireccional fotógrafo-espectador se revela así como una de las claves del acto fotográfico; y por eso, llega un momento en el que no tiene mucho sentido hablar de si una foto es buena o mala, o qué hace que sea buena o mala, sino de si es sincera, sensible y significativa.
Y la clave para ello no está en la supuesta idoneidad de la escena o el sujeto, ni en la composición o en el encuadre, ni mucho menos en la cámara o el objetivo elegidos. Tampoco lo está en el espectador. Todos son elementos importantes, pero quedan en un segundo plano ante el verdadero generador de belleza en el sentido más amplio de la palabra: el propio fotógrafo y su capacidad de liberarse, como quien se despoja de sus ropas, de máscaras, convencionalismos, estéticas superficiales, servidumbres y prejuicios ligados a su propia labor, del siempre engañoso espejismo del éxito y de los caprichosos convencionalismos marcados por las modas, la estética y el “gusto” estético.
En definitiva, de lo que hablo es de nuestra capacidad de desnudarnos y sincerarnos ante nosotros mismos para que nuestra fotografía sea realmente la expresión de una mirada y una voz que hable al mundo, aunque sea en susurros, que sea capaz de hablar de cosas de las que ya hablaron otros, sí, pero que lo haga como nadie antes lo hizo.
Ejemplos de esto hay miles. Desde Robert Frank y su retrato inconfundible de Estados Unidos en el archifamoso ‘Los Americanos’ (no en vano, muchos dicen que el libro debería haberse llamado ‘Los Americanos según Robert Frank’), el ‘In the American West’ de Richard Avedon, la ‘Balada de la dependencia sexual’ de Nan Goldin, o los más recientes retratos de la sociedad estadounidense realizados por fotógrafos como Gregory Halpern o Bryan Schutmaat.
No hay nada mejor que “des-cubrir” el mundo, a los demás o a uno mismo a través de la fotografía, y ese es, sin duda, el desnudo más hermoso.