por Cartier Bresson no es un reloj | Ene 27, 2022 |
Siempre he hecho lo contrario de lo que me enseñaron… Me hice fotógrafo sin apenas formación técnica. Cuando tengo una cámara en mis manos, hago lo posible para que no funcione correctamente. Para mí, hacer una fotografía es hacer una antifotografía.
Rebelde en sus palabras y rebelde en sus imágenes. La fotografía no sería lo que es sin William Klein. No sería lo que es… ni de la forma en que lo es. Revolucionó la fotografía de moda sacándola del estudio, dirigiendo a sus modelos en plena calle, fotografiándolas con teleobjetivo, disfrutando y observando con esa mirada divertida, tan irónica y tan suya, las reacciones de los transeúntes que ignoraban la presencia de la cámara. Y es que la calle siempre ha palpitado muy dentro de Klein. Nacido y criado cerca de Harlem, captó como nadie ese Nueva York en el que nadie se atrevía a entrar y mucho menos a mirar: el Bronx, el Bowery… aquellos barrios y sus gentes estaban muy alejados de la ciudad moderna, blanca y de infinitas posibilidades que se pretendía vender.
Pero William Klein ha sido siempre eso, un rebelde, un fotógrafo con un instinto y una particular pulsión fotográfica muy por encima de los convencionalismos y modas pasajeras. Una creatividad, y lo que es más importante, una libertad creativa, imposible de contener.
Con incursiones en la fotografía experimental, la fotografía de moda en Vogue y en el cine, Klein siempre ha sido auténticamente Klein. Con apenas nociones y condicionantes que determinaran su forma de crear y expresarse, la improvisación ha guiado gran parte de su práctica fotográfica. Formado como pintor, Klein nunca estudió fotografía. El suyo es uno de los mayores y mejores ejemplos de libertad y osadía creativa aplicados a la fotografía.
Gracias a una beca que el gobierno estadounidense concedía a los exsoldados, William pudo estudiar arte en París.
París era el centro artístico del mundo. Pensé que, después de la guerra, y con un puñado de dólares, podría vivir allí a cuerpo de rey, ir a la Coupole y codearme con Picasso y Giacometti. Pensaba que la vida era aquello.
Estudió brevemente con André Lhote, el que también fuera profesor de Cartier-Bresson, al que Klein dedicó algún que otro dardo a lo largo de su carrera, y con el afamado escultor y también pintor Fernand Léger.
Léger resultaba imponente, era como Rocky Marciano o Lee Marvin. Era como un enorme y fornido campesino normando. Te hablaba de forma simple y directa: ‘Vosotros, veinteañeros aprendices de genio, queréis ser famosos, queréis exponer en galerías, conocer a coleccionistas, haceros ricos y toda esa mierda. Lo que debéis hacer es echar un vistazo a lo que hicieron los pintores en el siglo XV en Italia’. Había libros sobre el Quattrocento, pero eran caros y no teníamos dinero, así que los robamos. Nos tomamos en serio lo que nos dijo Léger.
Este período como alumno de Léger es básico para entender el germen de la obra y la práctica del fotógrafo estadounidense. El pintor francés exploraba aspectos del cubismo y del futurismo, e incluía películas de tipo experimental. Esa forma ambiciosa y pluridisciplinar de aproximarse al arte influyó decisivamente en el joven William Klein.
Conocer a Léger y ver a una persona que era artista al 100 %, un gran innovador y un gran teórico, fue algo muy grande.
Los primeros trabajos de Klein estaban llenos de líneas rotundas y atrevidas, de colores vivos y de un más que evidente estilo gráfico. En aquel momento, parecía dirigirse irremediablemente hacia la fotografía abstracta.
Más tarde, me encontré con un joven arquitecto que había hecho una serie de paneles pintados por ambos lados para separar un espacio. Fotografié la instalación mientras alguien giraba los paneles. Las formas geométricas de las pinturas se difuminan. La fotografía dio otro aspecto a las composiciones de pinturas geométricas. Luego comencé a interesarme en lo que se podía hacer en el cuarto oscuro y me di cuenta de que ese desenfoque añadía algo a la pintura. Entonces dije: «Quizás podría hacer algo con la fotografía».
Lo curioso es que suele ser al revés. Un chico hace pinturas y descubre que sus pinturas son bastante malas y dice: «¿Qué más puedo hacer?» Se dedica a la fotografía, que es está como un escalón por debajo. Para mí fue todo lo contrario. La fotografía me llevó a experimentar con la obra gráfica y, de hecho, con la pintura. Así que las obras que hice en el cuarto oscuro estaban a un paso de la pintura tradicional que estaba de moda en ese momento: Picasso, Miró, Léger, etc. La fotografía supuso para mí salir del ABC de la pintura abstracta que se hacía entonces en París. Descubrí que podía hacer lo que quisiera con un negativo en un cuarto oscuro y una ampliadora. Dije: «Oye, esto me permite decir lo que quiera sobre la vida que hay a mi alrededor», y eso no podía hacerlo con pinturas geométricas. Podía decir muchas cosas con la fotografía.
Estas primeras fotografías eran experimentos de luz y formas, abstracciones que, lejos de parecer caóticas o meros esbozos, tenían un ‘algo’ que llamó la atención del todopoderoso Alexander Liberman, director de arte de la edición estadounidense de Vogue. Liberman, por cierto, había sido pintor antes que editor, de ahí que captara rápidamente al artista que se escondía en Klein.
La conversación con Liberman hace que en 1954 abandone su adorada París y vuelva a Nueva York, su ciudad natal. Este hecho es particularmente importante en la vida y en la trayectoria como autor de Klein ya que será aquí donde cree un innovador retrato de la ciudad, algo totalmente diferente a lo que se había hecho hasta ese momento en fotografía.
Liberman me dijo: «¿Te gustaría trabajar para Vogue?» Y dije: «¿Haciendo qué?» Y él dijo: «No sé, podrías ser el asistente del director de arte y trabajar conmigo. O podrías hacer fotos «. Y dije: “Bueno, eso suena genial. Haré fotos. ¿Pero qué tipo de fotos? “Y él dijo: «Oh, ya verás. Harás retratos, harás naturalezas muertas «. Eso es lo que hice durante unos meses. Y luego dijo: «¿Tienes un proyecto?» Y dije: «Sí, me gustaría hacer un retrato de Nueva York, la ciudad tal y como la veo tras regresar de París». Y él dijo: “Eso suena genial. Lo financiaremos». Tenía 23 años y a los 23 crees que puedes hacer cualquier cosa. Hice fotos de Nueva York y de ahí salió mi libro sobre Nueva York.
Pero las fotos eran un poco raras, originales, sucias … Se las mostré a Liberman y me dijo: «Bueno, haremos un portfolio». Nunca hicieron ese portfolio, porque aquellas fotos eran lo menos publicable que había. Esto era Vogue, se dirigía a gente de la clase alta… (…) Y yo, con aquellas fotos, les decía “Nueva York es un tugurio”. La gente que vive en la Quinta Avenida no conoce Nueva York. Yo sí conozco Nueva York, he paseado el culo por toda la ciudad.
Su ‘New York’ marcará un antes y un después, un libro en el que el Nueva York de la calle palpita, respira y siente, un trabajo que no es una mera colección de imágenes, que casi se puede secir que se asemeja más a una película que a un libro, en el que, además, las fotografías van acompañadas por textos escritos por el propio Klein. La prosa de Klein resulta tan irónica y afilada como sus imágenes.
Me gusta el humor negro. Creo que el mundo es muy divertido y trágico, y mis fotografías son básicamente humor judío oscuro.
El fotógrafo y coleccionista de Fotolibros Martin Parr describe muy bien el libro de Klein:
Lo que Klein hizo a mediados de los 50 fue utilizar el lenguaje típico de los trabloides, con mucho grano, mucho blanco y negro y su forma directa de mirar al mundo. Él olió la energía de Nueva York y quiso plasmarla en esas imágenes granulosas en blanco y negro, llenas de vida.
En esos años, Williams Klein combina sus dos facetas. Sigue trabajando para Vogue, lo que le hace enfrentarse a uno de los mayores retos de su carrera: iniciarse en la fotografía de moda. Este será otro de los puntos de inflexión de Klein. Después veremos cómo su aportación en este campo, gracias a su genio, osadía y frescura, cambiará la fotografía de moda para siempre.
No sabía que los fotógrafos de moda fueran tan buenos, excepto Penn y Avedon, pero ellos tenían su propia técnica. Me di cuenta de que yo no tenía técnica. Pero Liberman me dijo: «Mira, somos una revista de moda y publicaremos tus fotografías de Nueva York. Algún día podrías hacer fotos de moda diferentes, poco convencionales, y eso nos vendría bien. ¿Por qué no lo intentas?»
Entonces, pensé, ¿cómo puedo hacerlo? Y se me ocurrió hacer fotos de moda con un teleobjetivo, con las chicas en medio del tráfico. Lo hice, y Liberman dijo: “Son geniales. ¿Por qué no te encargas de fotografiar las colecciones de moda?” Las colecciones fueron un problema. Toda la revista se movilizaba para ir a París a hacer fotos y hablar de las nuevas tendencias. El encargado de hacerlas era Penn, las hizo en el estudio, sobre un fondo blanco. Liberman dijo: “Mira, ¿por qué no haces algunas fotos de moda pero del estilo de las que has hecho en tu trabajo sobre Nueva York? Competimos con Harper’s Bazaard y nuestras colecciones resultan muy frías. ¿Por qué no intentas hacer algo emocionante?» Y eso es lo que hice, y tuvieron éxito. Poco a poco, empecé a ganarme la vida con la fotografía de moda. Trabajar para Vogue me permitió hacer mi libro sobre Nueva York.
Entre 1955 y 1965 Klein se dedicó a la fotografía de moda. Huyó del estudio y sacó a las modelos a la calle, ante la estupefacción de automovilistas y transeúntes, usó teleobjetivos, grandes angulares y largas exposiciones combinadas con flash, algo impensable en aquella época. En el fondo, no le interesaba la moda, ni las ropas ni las modelos, lo que buscaba era explorar los límites y las posibilidades de la fotografía.
Y es que a Klein, con ese espíritu tan libre e inquieto, le aburría el estilo encorsetado de Vogue. Prefería vagar por las calles de la ciudad haciendo fotos a los transeúntes. Era lo que le gustaba. A lo que le empujaba su pulsión. Y no tenía la intención de ir contra ella. Nunca lo hizo.
Pero a la hora de sacar a la luz su trabajo, se encontró con un problema. A los editores no les gustaron sus fotos, no las entendieron. Las criticaron sin piedad, las tildaron de demasiado crudas, de confundir la imagen de Nueva York. La ciudad del dinero y la opulencia, de las mil oportunidades, el espejo donde el planeta entero se miraba y debía mirarse, no se veía por ninguna parte. El Nueva York de Klein no era un modelo, era una ciudad como cualquier otra. Nadie quiso publicar sus fotos.
No conseguí nada con los editores neoyorquinos. Decidí volver a París. Fui a ver a Chris Marker, editor de libros de viaje, y él me dijo: “Vamos a publicar este libro, o si no, dimito”. Él era como el niño prodigio de la editorial, que era muy tradicional y clásica, pero gracias a él el libro se publicó.
Tal y como le sucedió a Robert Frank en la misma época con ‘Los Americanos’, fue una editorial francesa la primera en publicar un libro que hoy día es todo un clásico y uno de los más reconocidos de la historia de la fotografía. La vieja Europa supo apreciar, antes que nadie, aquel Nueva York visto a través de los ojos de William Klein.
El libro de Nueva York era un diario visual y también una especie de diario personal. Quería que se pareciera a las noticias del periódico. No me sentía identificado con la fotografía europea. Me resulta demasiado poética y anecdótica… la cualidad cinética de Nueva York, los niños, la suciedad, la locura… Traté de encontrar un estilo fotográfico que se le acercara. Así que decidí que las fotos tendrían grano y serían muy contrastadas y oscuras. Recortar, desenfocar, jugar con los negativos… No creí que una técnica depurada fuera adecuada para Nueva York. Me gustaba imaginar mis fotos tiradas en la cuneta como un ejemplar del New York Daily News.
El secreto de las fotos de Klein está en que en su propia relación de amor-odio con la ciudad que le vio nacer. Klein retrata su Nueva York. Estamos ante un “Nueva York según William Klein”, al igual que estamos ante un “Los Americanos según Robert Frank”. Tanto uno como otro son dos trabajos profundamente autorales. Lo son por la fuerza y mirada implacable de ambos autores, pero en el caso de Klein lo es también por el profundo amor que siente por su ciudad. Pese a la ironía con la que siempre se ha referido a Nueva York, Klein ama a su ciudad profundamente, él mismo es el típico neoyorquino de barrio. Su rabia es contra ese Nueva York sesgado y construido de cara a la galería y a los intereses del capitalismo más desaforado, ese que oculta y ningunea a los barrios que siempre lo han sostenido, en los que palpita el verdadero corazón de la ciudad. Y su crudeza es también la reacción ante la perplejidad de una ciudad que se está erigiendo en símbolo del consumismo y el mercantilismo más frenético. Klein la reivindica y la muestra así, descarnada, porque, en el fondo, aunque a veces le cueste admitirlo (No amo Nueva York, amo París. A Nueva York la tolero, ha llegado a decir), el fotógrafo ama profundamente a su ciudad, la ama como amamos a nuestros padres, por necesidad y sin remedio, lo que no evita que a veces dirijamos nuestra frustración y nuestra rabia hacia ellos.
Pensé que Nueva York se lo merecía, que necesitaba una patada en las pelotas. Cuando regresé de París a Nueva York, quería desquitarme. Ahora tenía un arma, la fotografía.
Yo era una especie de etnógrafo: trataba a los neoyorquinos como un explorador trataría a los zulúes, buscando la instantánea más cruda, el grado cero de la fotografía.
Quería “poseer” lo que estaba viendo. Acumular documentos sobre personas que me cruzaba por la calle, o combinando personas, objetos a su alrededor, lugares… Tenía la impresión de que todo eso me pertenecía, que todo me pertenecía, que era mío. Más tarde, el cuarto oscuro me permitió expresar esta propiedad en una hoja de papel fotográfico sensible a la luz. Entonces, existía esta relación y este lado de la «toma fotográfica» que no era desagradable. Apuntamos, preparamos el encuadre, apretamos el botón… Y ya está, en cierta medida, es como matar al sujeto poseyéndolo, congelándolo en tiempo y en espacio. ¿Acaso no hablamos continuamente de “disparar”?
Una de las cosas que llama la atención de las fotografías tomadas por William Klein en Nueva York es que en muchas de ellas hay algún sujeto que mira directamente a la cámara. Klein no evita ese contacto, no es el testigo silencioso y distante que era Cartier-Bresson, él es parte de la foto y su presencia es parte de la escena. Es otra forma de entender la fotografía y la relación con el sujeto. William Klein fotografía desde la cercanía, desde un profundo conocimiento de la naturaleza humana, de sus sentimientos, sus miedos, sus sueños… y su vanidad.
Todo el mundo en Nueva York pensaba que era especial, que estaban llamados a ser famosos, y pensaban que merecían ser fotografiados.
Muchas de las personas que aparecen en mis fotos me miran o hay alguien a un lado que mira al grupo de personas preguntándose qué es lo que estoy fotografiando. Entonces hacer fotos era algo raro, era 1954-1955. A mucha gente le sorprendía verme haciéndoles fotos.
A través de las páginas del libro, Klein nos lleva de la mano en un viaje muy personal por los barrios del Nueva York de la época. Su mirada es personal, sensible, receptiva y abierta. Klein es un autor con mayúsculas.
Algunas de las fotos del libro son ya auténticos iconos dentro de la obra de Klein en particular y de la historia de la fotografía e general.
Es una foto posada. Está hecha en Little Italy. El enano era la mascota y esos hombres estaban jugando con él. Estaban orgullosos de enseñarme a su mascota. Y él estaba orgulloso de ser su mascota. A mí me pareció repugnante y de mal gusto.
Mucha gente, al saber que iba a Harlem a hacer fotos, me preguntaba si estaba loco. Allí había gente a la que me hubiera dado miedo mirar directamente, pero era fácil mirarles a través de la cámara.
Los blancos nunca iban a Harlem, ni siquiera piensan en él, está fuera de los límites, en algún lugar de la mala conciencia de la ciudad. El tiempo se paró en Harlem cuando los blancos abandonaron el barrio.
Esta imagen es una especie de póster del sueño americano. El policía italiano, el latino, la madre judía, y la mujer afroamericana… Es el famoso ‘melting-pot’ o crisol estadounidense, una sociedad resumida y condensada espontáneamente en una sola foto. Un auténtico momento decisivo.
Por esta forma de plasmar la sociedad estadounidense, esta imagen me recuerda mucho a la del tranvía de Robert Frank. En aquella se refleja a la perfección la segregación social y la desesperanza (la mirada y el gesto del hombre afroamericano) que provocaban las fuertes desigualdades de la sociedad estadounidense.
Se trata de dos fotografías que están hechas en la misma época, en un mismo país, una en Nueva York (la de Klein) y otra en Nueva Orleans (la de Frank). Dos fotos de autores diferentes, con personalidades diferentes, pero muy incisivos a la hora de captar la realidad social de un país que se debatía entre el ideal representando por el ‘American way of life’ y el ‘American dream’, y la realidad de lo que sucedía diariamente en sus calles, pueblos y barrios. De hecho, y como ya he citado anteriormente, ni la mirada de Klein ni la de Frank gustaron y tuvieron serios problemas para publicar sus trabajos.
La del niño con la pistola es quizá la fotografía más conocida de William Klein. Y, tal y como él mismo señala, la más autobiográfica.
Los niños estaban jugando, su actitud no tenía nada de amenazante. Les dije que hicieran de chicos duros, y para mí esta foto es como un autorretrato. De pequeño yo también jugaba en la calle con pistolas, pero también tenía mis momentos de niño bueno y angelical…Yo soy estos dos niños.
El Klein persona y el Klein fotógrafo están en esa foto. Su vertiente provocadora, juguetona e irónica. Su manera “disfrutona” y abierta de enfrentarse a la vida. Su forma de mirar, directa, sus ganas de provocar una reacción, de captarla y de observarla. Klein observa y apunta, con pistola de juguete o con cámara, y lo hace sin esconderse, divertido.
Es así como esta foto de convierte en el mejor autorretrato de Klein; el chico rudo y directo y el artista sensible, dos caras de una misma moneda, la clave para entender la riqueza y la personalidad única de su trabajo.
Tras su ‘New York’ llegarían otros trabajos centrados también en ciudades concretas. .El siguiente fue ‘Roma’, fruto en gran medida del azar y las circunstancias, y después vendrían sus incursiones en Tokyo, Moscú y París.
Casi todo es fruto de las coincidencias, la suerte y la oportunidad. ‘Roma’ fue un accidente. Yo era una especie de “gruppie” de Fellini. Quería enseñarle mi libro sobre Nueva York. Sabía que estaba en París promocionando su nueva película y le llamé a su hotel. Pregunté por él y me lo pusieron al teléfono, algo que, hoy en día, con tantos agentes y representantes, hubiera sido imposible, pero entonces las cosas funcionaban así.
Le dije que quería enseñarle un libro sobre Nueva York y me citó al día siguiente a las 4. Cuando lo vio me dijo que lo tenía, que lo habían publicado en Italia, que lo tenía en su mesilla de noche. Entonces me invitó a ir a Roma y ser su asistente. Le dije que yo no sabía nada sobre cine y le pregunté qué era lo que hacían los asistentes. Me dijo que no había problema, que la cosa era que si él se ponía enfermo yo tendría que sustituirle y filmar las escenas. Y le dije que vale.
Así que fui a Roma con mi mujer. Pero el rodaje se retrasó. Y decidí que, ya que estaba allí, haría un libro sobre Roma. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que la mitad de lo que he hecho ha sido porque me surgió la oportunidad de forma inesperada.
Llevado por su admiración por Fellini, a finales de la década de 1950, Klein comenzó a hacer incursiones en el mundo del cine, un medio que le sirvió también para seguir fijando su ácida mirada sobre Nueva York. De ahí nació su legendario corto ‘Broadway by Light’ (1958), considerado una de las primeras y más brillantes manifestaciones del Pop Art. Los neones que iluminan la noche neoyorkina le sirvieron para denunciar la cultura del consumismo desaforado estaba transformando estética y socialmente la ciudad.
El mejor amigo del editor parisino Chris Marker era Alain Resnais. Y Resnais me dijo: «Escucha, acabas de hacer un libro, tienes una nueva forma de ver las cosas, ¿por qué no haces una película?». Y dije: «Sí, ¿por qué no?» Entonces, fui con una cámara e hice una película que sería estéticamente opuesta a mi libro sobre Nueva York, porque mucha gente criticó el hecho de que mi libro sobre Nueva York era muy duro, en blanco y negro y sucio. Entonces dije: «Haré algo muy hermoso, que será lo contrario a la estética del libro, pero que dirá las mismas cosas». Así que hice una película que llamé ‘Broadway by Light’ (1958). Era como un ready-made de Marcel Duchamp. Grabé las luces en Broadway, en realidad eran anuncios luminosos. Es lo primero que los turistas vienen a fotografiar y, en realidad, es un lavado de cerebro. Pero al mismo tiempo, era lo más hermoso de Nueva York. Esas luces y letreros, Pepsi-Cola y Coca-Cola, etc., se convirtieron en el ABC de la pintura y la fotografía pop.
La hice con un trípode y una pequeña Arriflex. Y la gente que me veía grabando en la calle, a las 11 de una gélida noche, se me quedaban mirando y me decían que tenía una gran cámara, pero nunca me preguntaban qué estaba filmando o por qué lo hacía.
Mucha gente me decía que había hecho un libro muy oscuro, negro y antiamericano, así que pensé en hacer algo que se viera bonito, en color, y que hablara también del consumismo y del afán por vender y comprar.
Fue un acto consciente de seguir con mi diatriba en contra de los Estados Unidos, pero esta vez enmarcándolo todo en una especie de cielo colorido y dulce, como lleno de caramelos.
El corto es un himno a Estados Unidos, un himno al dinero y un himno al comercio. Es un himno a lo más bonito que hay en Nueva York.
A mediados de los 60, Klein se embarca en otra de sus aventuras cinematográficas. Deja Nueva York y dirige su ácida mirada hacia otro mundo que conoce tan bien como su ciudad natal: el mundo de la moda. De ahí nace su primer largometraje, titulado ‘Who are you, Polly Maggoo?’.
Rodada entre 1965 y 1966, es una parodia muy al estilo Klein del mundo de las modelos, los diseños imposibles y los medios de comunicación, con uno de sus personajes sospechosamente parecido a la famosa Diana Vreeland, famosa editora de moda de Vogue y de Harper’s Bazaard.
Klein construye su propio mundo del absurdo y nos presenta una industria de la moda empeñada en hacer ropa tan llamativa como inservible y en la que se mueven una serie de personajes a cada cual más extraño y estrambótico. Klein utiliza además este marco para realizar un alarde de geometrías y diseños basados en el Op Art.
El fotógrafo y ahora cineasta vuelve a adelantarse a su tiempo. La película es un magnífico reflejo satirizado del mundo de las top models y del famoseo televisivo que serán una de las características del mundo más mediático de la moda 20 años después.
Tres años después, en 1969, se embarcará en una aventura cinematográfica totalmente diferente, el documental ‘Muhammed Ali, the greatest’. Klein consigue acceder al círculo más íntimo de la leyenda del boxeo y realiza el que aún hoy se considerar el documental más complejo y más completo sobre un deportista que jamás se haya hecho.
Klein sitúa la historia en torno a tres de los combates más famosos de Alí, y consigue, son su cámara, que nos sintamos tan dentro de la historia como si la hubiéramos presenciado en persona. Klein, en el cine, sigue siendo incisivo, sigue dando un paso hacia adelante donde muchos otros retrocederían.
William Klein es hoy un hombre de 93 años que se niega a soltar la cámara. Quizá el último, junto a Elliott Erwitt, de las grandes leyendas vivas de la fotografía.
Conocí el trabajo de Klein, el fotográfico, a través de su icónica foto del niño apuntando con la pistola a cámara. Y me alegro de haber entrado en él a través de ese “autorretrato”, como él tan bien lo define. Lógicamente, lo que vi entonces en esa foto, es bastante menos de lo que veo ahora que conozco a Klein y su obra.
De esa foto emana una energía especial, la misma que destila esa joya que es ‘New York’. Más que una secuencia, es una acumulación de fotos, imágenes que te transmiten algo sonoro y rítmico, de una crudeza y una autenticidad profundamente urbanas. Son un sonido visual, salvaje, rítmico, palpitante. El sonido de ese Nueva York genuino que tanto reivindicaba Klein.
Esto hace de Klein un fotógrafo diferente. Lógicamente, en aquella época, no era el único streeter que se movía por las calles de las grandes ciudades estadounidenses. Pero sí era el único en mirar la calle y en “vivirla”, cámara en mano, como él lo hacía. Sus encuadres ásperos y sus imágenes borrosas y ligeramente distorsionadas construyeron un estilo que era inequívocamente Klein, inequívocamente personal.
Su lenguaje era nuevo, rompedor y diferente, algo radical y único para la época. Y así es como hizo y ha hecho historia este neoyorquino enamorado de París.
Mientras preparaba este post y buscaba imágenes que lo acompañaran, me encontré con una fotografía que me fascinó y que jamás hubiera adivinado que fuera de William Klein. La tomó en París, en una casa de baños (o spa, como las denominamos hoy en día) creada exclusivamente para gente con sobrepreso.
Me maravilló la dulzura, respeto y seriedad con la que estaba hecha. La dignidad, orgullo y confianza que transmiten esas mujeres pero, sobre todo, su refrescante naturalidad. Hay una complicidad recíproca en la forma en que ellas miran a Klein y en cómo el las mira a través del visor. Una foto que, además, y es importante, subrayarlo, se adelanta en casi dos décadas a la reivindicación de lo ‘curvy’, de los cuerpos con sus redondeces y sus formas naturales, de esas siluetas despojadas de su valor y su belleza por los draconianos e imposibles cánones de belleza y perfección impuestos por la industria de la moda y los cosméticos. Klein vio, reconoció y celebró la belleza de esas mujeres en 1990, en la época de las top model y de los cuerpos esqueléticos que inundaban las pasarelas y las portadas de las revistas.
Les pedí que posaran como si fueran modelos de pasarela. Tenían miedo de que me estuviera riendo de ellas, pero cuando vieron la foto, les pareció que salían muy guapas. Yo mismo creo que se ven muy bellas. Y sexys.
Una vez más, este fotógrafo rebelde y vanguardista supo ver belleza y algo que contar allá donde nadie la veía… simplemente porque nadie miraba ahí.
La cámara era una excusa para poder mirar.
Es una de sus frases recurrentes. También la de otros muchos fotógrafos, pero Klein, a diferencia de la mayoría, utilizaba la cámara no solo para mirar, sino para hacerlo de forma diferente.
Siento que estoy haciendo algo que vale la pena. Siento que estoy mostrando algo que otras personas no han mostrado. No puedo hablar con las personas a las que fotografío, solo voy, me dejo llevar. Así que realmente no tengo una relación con ellos. Mucha gente piensa que es muy importante. Yo no. Es como el amor a primera vista. Veo a alguien y me causan una primera impresión, y me hago una idea de quiénes son o qué son.
Ser uno mismo, eso es lo importante. Prefiero mucho más ver algo que, por muy torpe que sea, no se parezca nada al trabajo de otra persona.
Como judío criado en un barrio antisemita, William Klein supo ya de muy pequeño lo que era ser diferente e ir a contracorriente. Por eso no le importó ni le asustó, al contrario, probar cosas nuevas, abrir vías que no gozaran de la aprobación ni el aplauso del resto. Hoy en día, fotógrafos como el estadounidense Gregory Halpern, uno de los máximos exponentes del nuevo documentalismo fotográfico, o la gallega Lua Ribeira, con su vertiente experimental, fresca y renovadora, son reconocidos como dos de los grandes valores a la hora de abrir nuevas vías de expresión y representación en fotografía. A muchos se les atragantan. Lo mismo pasaba con Klein, pero no le importaba, estaba acostumbrado a ser diferente, mirar diferente y sentirse diferente. La fotografía debería agradecérselo eternamente.
Él mismo dio con la clave de su singularidad un día, cuando dijo tener un ojo americano y un ojo europeo. Quizá fue eso lo que le permitió mirar el mundo y a sus semejantes de la manera en que los miró, de mirar Nueva York con la cercanía, el conocimiento y la ironía de un lugareño, de quien sabe lo que ve y por qué lo ve, y capacidad de asombro y el ligero desapego de un extraño. Quizá, quien sabe, ese doble ojo de Klein sea el verdadero secreto de su fotografía, lo que explica eso que tan intensamente percibimos en sus imágenes pero que nos cuesta traducir en palabras.
Mis fotografías son los fragmentos de un grito ininteligible que intenta decir vete a saber qué… Lo que más placer podría causarme en la vida sería hacer fotografías tan incomprensibles como la propia vida.