por Cartier Bresson no es un reloj | 2020
Ser viuda en India significa estar muerta en vida. En el instante que muere el marido empieza una terrible condena; les raparán el pelo, las vestirán siempre de blanco, no llevarán joyas, les despojarán de todas sus posesiones, de su estatus social, serán repudiadas por toda su familia: dicen que traen mala suerte y que incluso su sombra da mal augurio: son una maldición. Y todo este calvario por el simple hecho de haberse quedado viudas”.
Son palabras de Diana Ros, fundadora de la ONG SOS Mujer que trabaja en Vindravan, ciudad santa para los hindúes a la que popularmente se conoce como “la ciudad de las viudas”.
La viudedad es un estigma en la India, especialmente en las ciudades. Hasta 1829, las mujeres se inmolaban en la pira funeraria de sus maridos cuando estos morían. Pero aquella tradición, de nombre Sati, de siglos de antigüedad (se dice que vivió su apogeo en el siglo IV después de Cristo) fue prohibida y las viudas se convirtieron en un problema. El sati estaba tan arraigado en la cultura y las costumbres del país que resurgió varias veces, lo que obligó a repetir y ratificar su prohibición en 1956, 1981 y 1987.
La tradición india dice que una buena mujer debe estar siempre bajo la protección de un hombre; primero bajo la tutela de su padre y después bajo la de su marido. Por eso, y tras la muerte del marido y la prohibición del Sati, se instauró una mentalidad de lo que debía ser “el luto bien llevado”: la viuda debe ser pura en cuerpo, pensamiento y alma hasta que muera. De ahí que las vistan de blanco y les rapen la cabeza. Llevan, además una marca de ceniza en la frente, pero lleva también una marca mucho más pesada y de la que no podrán librarse jamás: se las considera culpables de la muerte de sus maridos.
A mediados de los noventa, la fotógrafa Pamela Singh visitó Vindravan y fue testigo de cómo muchas viudas vagaban por las calles esperando la hora de morir. Este es su relato:
Un día, en 1994, mientras estaba en Vrindavan, un pequeño pueblo en Uttar Pradesh, y salí a explorar por mi cuenta. Encontré una plaza muy tranquila. Era mediodía y el calor indio era sofocante. Vi a una mujer acostada sola, envuelta en tela. Si os fijáis en el centro de la foto, cerca del árbol, se ve un bulto bajo una tela. Esa es ella.
Me acerqué y vi que se estaba muriendo. Era muy vieja y no había duda de que estaba viviendo sus últimos momentos de vida. Fui a buscar un poco de agua para ella cuando apareció un grupo de niños. Apenas repararon en ella. Me explicaron que las mujeres mayores y las viudas vienen aquí a menudo para morir. Ella ya no podía hablar.
También conocida como ‘la Ciudad de las Viudas’, Vrindaban es un imán para las mujeres en duelo. Alrededor de 15.000 viven allí, y miles más llegan cada año. La leyenda dice que Krishna, el dios hindú del amor y la compasión, pasó su infancia en Vrindavan. Los peregrinos acuden de todas partes para presentarle sus respetos.
Algunas de las viudas son solo niñas. En algunas provincias de la India, niñas de pocos años se casan con hombres mucho mayores. No es raro que se queden viudas cuando tienen solo 10 años. Obligadas a valerse por sí mismas, vienen a Vrindavan en busca de consuelo y apoyo. Las más afortunadas viven en casas de caridad, pero la mayoría mendiga en la calle. Visten solo de blanco y llevan la cabeza rapada. Hay algo extremadamente elegante en ellas. A pesar de las enormes dificultades a las que se enfrentan, estas mujeres perseveran y se consagran a llevar una vida verdaderamente espiritual.
Yo me alojaba en uno de los muchos ashrams o lugares de retiro espiritual que hay en la ciudad. Me había hecho amiga de una lugareña que tenía cerca de 100 años. Ya no le quedaban dientes y parecía alimentarse solo de leche. Yo me encargaba de pagarle al lechero todos los meses para que ella pudiera tener un litro cuando lo necesitara.
Todos los días, ella caminaba por las calles, y yo la seguía a menudo. No se permiten coches en la ciudad, así que hacía kilómetros cada día a pie, siguiendo su camino. Me llevó por calles que los turistas nunca verían. Vi muchas cosas a través de sus ojos. Había tenido una vida difícil, pero no sentía amargura. Era una mujer muy dulce.
Ese día, sin embargo, solo estábamos la mujer moribunda y yo. Había una quietud abrumadora en la escena. En algún momento, de la nada, aparecieron los monos que se ven a la derecha del encuadre. Y un momento después, la mujer murió. Fue una sensación muy extraña, pero en la mentalidad no occidental tenía sentido. Así como algunos budistas e hindúes escalan el monte Kailash en el Tíbet y mueren en el frío, estas viudas mueren bajo el calor del sol.
Llamé a las autoridades locales para que recogieran el cuerpo. Mientras esperaba, mi ojo se dirigió hacia la puerta que había a la entrada de la plaza. Me acerqué y saqué mi pequeña Leica, la cámara que usaba aquellos días. La serenidad de la escena me habló y tomé esta foto, conmigo a un lado. La puerta era un umbral, una conexión entre la vida y la muerte. Acababa de presenciar cómo aquella mujer pasaba por ella.
La fotografía de Singh es de esas que van ganando en fuerza e intensidad a medida que se observa y se van descubriendo pequeñas claves. Son como diferentes capas que se van desvelando poco a poco. Al principio parece una imagen anodina, banal. Hasta que, no sabemos muy bien por qué, nuestra vista se fija en ese “bulto” que queda cerca del centro del encuadre. El estar semioculto por la pared de piedra le añade misterio, pero no es eso lo que nos hace reparar en él, sino la mirada de la propia Singh, autorretratada a la izquierda, la que nos dirige hacia él.
La presencia física de la fotógrafa es clave en la imagen. No es una concesión a la vanidad; su mirada dirige la nuestra y la inclinación de su cabeza recuerda a una reverencia. Su rostro, tapado en parte por la puerta de hierro y ligeramente inclinado, recuerda a la escena tras la celosía de un confesionario. Singh refuerza lo sagrado y solemne del momento de la muerte.
Hay más detalles interesantes. El árbol que parte en dos el edificio que está a su espalda, recuerda a una gran cruz, y se instala en nosotros la sensación de que el edificio es una especie de templo, incluso una iglesia.
La presencia de los monos añade misterio y fuerza a la escena. Son uno de los cinco animales sagrados de la India y, por eso, como las vacas, son venerados y adorados por la población. En la foto dan la espalda al cadáver y a la fotógrafa, parecen desentenderse de lo que sucede, con su actitud se convierten en el mejor símbolo del rechazo a las viudas, incluso en el momento sagrado de su muerte.
Vindravan no es un refugio espiritual para estas mujeres, muchas abandonadas y repudiadas al enviudar siendo apenas unas niñas, sino la última parada en su particular infierno vital.
Tuve que dormir en la calle porque mi familia me abandonó tras la muerte de mi marido. Me casé con él a los 11 años. Él tenía 40. Poco después, mi hija murió de malnutrición porque no podía conseguir comida para ella. Nadie quiere ayudar a una viuda.
Tras su pérdida, decidí venir a Vrindavan.
Una mujer debería morir antes que su marido para no tener que vivir un infierno como este.
Manu Gosh, 85 años.