Publicado el 16 octubre, 2019 por cartierbressonoesunreloj
Resulta cuando menos curioso que cuando se le pregunta a la primera fotógrafa española en entrar en la prestigiosa agencia Magnum, de 40 años de profesión a sus espaldas, cuántas fotos buenas tiene en su extenso archivo, te diga, con toda sinceridad, que “fotos buenas tengo muy pocas, poquísimas. Las buenas se hacen muchísimo de rogar”.
Hablo, obviamente, de Cristina García Rodero (Puertollano, 1949). Si repasamos su obra, lo más probable es que cada uno de nosotros señale bastantes más que unas “poquísimas” fotos buenas. Y es que la cámara de García Rodero ha captado algunas de las fotos más representativas de una época y de una forma de vida en España, tanto que algunas de ellas se han convertido en auténticos iconos.
Y entra esas imágenes, hay una que tiene la cualidad de llamar poderosamente la atención de todo aquel que la mira. Es casi imposible no detenerse ante ella, admirar cada detalle, cada gesto… imposible escapar a su misterio y su fuerza. Me refiero, concretamente, a ‘La Confesión’, la fotografía que Cristina García Rodero hizo en Saavedra, Lugo, en el año 1980.
Esta es una foto bien sencilla. De hecho, es una de las fotos que menos esfuerzo me ha costado. Lo recuerdo perfectamente.
Fui varios años a esa romería de Saavedra porque allí trabajaba muy a gusto. Los sacerdotes eran muy tolerantes; te preguntaban, querían saber quién eras, pero te dejaban trabajar en paz.
Aquella era una iglesia pequeña, enfrente tenía el cementerio, como en las parroquias pequeñas de Galicia. El día de la fiesta dedicada a la virgen, el 24 de mayo, la Virgen de los Milagros de Saavedra, acude muchísima gente a oír misa, a dar limosna a los pobres, a confesarse… Y se ponían varios confesionarios en la pared, como mínimo cinco, que yo recuerde.
Había dos filas de mujeres a cada lado, en los laterales, y una fila de hombres en el frontal. No había ni cortinillas ni nada, solo una especie de celosía de madera para las mujeres. Y nada, se trataba de esperar a ver a cuál de los confesionarios llegaba alguien que me llamara la atención, que me dijera algo, que me emocionara.
Entonces llegó una aldeanita ya mayor, cansada del trabajo, de la vida dura que han llevado muchas mujeres en las aldeas, que han cargado con muchísimo trabajo, y se puso de rodillas con mucha devoción para confesarse. A mí me enterneció.
Hice muchas fotos, cada año que iba hacía muchas fotos. Pero esa foto… el sacerdote me pilló haciéndola y los dos nos pusimos un poco nerviosos. Él se tapó un poco la nariz con el dedo.
Con el tiempo volví para darle la fotografía, porque esa imagen me ha dado muchas alegrías, y me enteré de que lo había atropellado un coche. Más adelante conocí a su familia y me comentaron que ese sacerdote era una gran persona. Y esa es la historia de esa fotografía.
Hay quien piensa que las buenas fotos tienen que estar rodeadas de toda una épica, una épica tanto personal como profesional del fotógrafo, o que incluso que hacer una foto en un contexto difícil y peligroso asegura conseguir una imagen de una valía indiscutible. O que el esfuerzo y el tiempo dedicados a hacer la foto son también una especie de garantía para obtener un buen resultado. Desgraciadamente, nada de eso es cierto.
Hay fotógrafos que se juegan la vida y no obtienen más que fotos mediocres, y otros que, pese a invertir enormes cantidades de tiempo, esfuerzo (y, a veces, dinero) con consiguen, con suerte, un resultado aceptable. En fotografía no hay garantías, y de haberlas, la ecuación ganadora suele incluir el esfuerzo, la constancia y la benevolencia del azar, algo incontrolable, impredecible y caprichoso.
La foto de Cristina García Rodero es un buen ejemplo de todo esto que acabo de comentar. La fotógrafa acudió muchas veces a la romería de la Virgen de los Milagros de Saavedra, esperó, buscó y la experiencia acumulada durante años, le guió a la hora de “oler” donde podía estar la foto. Aun así, no tenía garantías. La paciencia y el azar se conjugaron para que esa mujer de campo apareciera de repente, como salida de la nada, y que adoptara esa postura, exhibiera esa devoción, que el párroco hiciera ese gesto… Y que la escena, prácticamente perfecta, con las cruces del cementerio de fondo y el confesionario improvisado contra la pared como marco, captara la atención de Cristina y provocara en ella un sentimiento, una reacción: apretar el obturador.
Yo vengo de la pintura, de las Bellas Artes, y empecé a hacer fotos en plan creativo. Pero cuando te enfrentas al reportaje te enfrentas a la vida. Yo no tenía buenas condiciones para el reportaje: medía metro y medio, era muy tímida, con poco mundo… Y sin embargo he terminado en el reportaje.
La moda es maravillosa y en ella están los mejores fotógrafos, pero el contacto con la vida… no hay comparación: ver a la gente disfrutar, estar con ellos, ver lo que es importante para ellos, la sorpresa de no saber qué va a suceder en cada momento, qué te vas a encontrar, tener que luchar para que no se te escape nada. Eso es algo que te atrapa.
Atrapada por el ambiente del lugar, la escena que presenciaba y la especial atmósfera del momento, la fotógrafa de Magnum supo mirar, quiso ver, y gracias a su especial y trabajada sensibilidad, pudo sentir.
En el mirar está el sentir, está el interrogar, el profundizar. Una cosa es ver y otra es mirar. Cuando salgo a la calle no veo nada; sin embargo, cuando cojo la cámara suceden muchas cosas, porque hay una voluntad de ver, de mirar. Y si miras, suceden cosas. Fotografiar es querer ver. Querer ver con sentimiento.