por Cartier Bresson no es un reloj
No creo que sea muy agradable encontrarte con tu propia imagen en una galería de arte y saber que esa imagen está, además, a la venta cuando tú no has tomado parte en ello y ni siquiera puedes hacer nada para pararlo. Admito que eso es algo que resulta inquietante. Pero también tenía que luchar por el derecho de los artistas a hacer cosas que puede que no siempre resulten aceptables para todo el mundo.
Un día de 1999, el fotógrafo Philip-Lorca diCorcia fue a la famosa plaza Times Square, en Nueva York, colocó un teleobjetivo a su cámara, plantó el trípode en un lugar concreto, escondió sus flashes estroboscópicos en diferentes lugares y se colocó a unos siete metros de distancia de su cámara. Con el control remoto en mano, el fotógrafo disparaba cada vez que un transeúnte que le resultaba interesante pasaba por el lugar adecuado.
Foto: Philip-Lorca diCorcia
Ninguno de los fotografiados se dio cuenta de nada, ya que, al ser pleno día, las luces del flash pasaban desapercibidas para el ojo humano… Pero no para el de la cámara (algo que se consigue midiendo previamente la luz y subexponiendo deliberadamente el fondo).
Nunca hablo con ellos, nunca les pido permiso y no les pago. Finalmente, exhibo mi trabajo en galerías y museos.
Tras dos años de trabajo y más de 4.000 fotos, 17 de ellas fueron elegidas por diCorcia para la exposición ‘Heads’ que tuvo lugar en la galería Pace/MacGill de la ciudad neoyorkina.
Recién inaugurada la muestra, diCorcia no sospechaba que entre los 17 rostros había uno que iba a causarle uno de los mayores dolores de cabeza de su vida. No solo eso; la disputa judicial entre él y el personaje en cuestión tuvo en vilo a toda la comunidad de fotógrafos de calle de los Estados Unidos y, por extensión, del resto del mundo.
Erno Nussenzweig. Foto: Philip-Lorca diCorcia
Erno Nussenzweig no se tomó muy bien ser uno de los rostros ‘cazados’ en plena calle por diCorcia y ver su imagen expuesta a gran tamaño en una galería. Nussenzweig era un judío ortodoxo de Union City, Nueva Jersey, donde había ejercido de comerciante de diamantes antes de alcanzar la edad de jubilación.
Nada más ver su foto en la exposición, Nussenzweig montó en cólera y presentó una demanda contra Philip-Lorca diCorcia y contra la propia galería por exponer y comerciar con una imagen suya obtenida sin permiso. Solicitó también una orden judicial para detener las ventas del retrato en cuestión, así como una compensación de 500.000 dólares (443.000 euros) y de un millón y medio de dólares más (1.330.000 euros) por los denominados “daños punitivos” (esta figura no existe en el sistema judicial español ni en el europeo, es propia de Estados Unidos y es una especie de “castigo ejemplar, en forma de una cantidad de dinero enorme, que se concede al demandante con el propósito expreso de castigar al demandado, como lección, para que no vuelva a repetirlo, y para disuadir a otros, con el fin de que no sigan su ejemplo”).
En su demanda, Nussenzweig argumentó que el uso de la fotografía interfería con su derecho constitucional a practicar su religión, que prohíbe el uso de imágenes grabadas.
Foto: Philip-Lorca diCorcia
Jamás pensé que pudiera perder la demanda, pero ahora, a posteriori, creo que hubiera sido fácil perderla. Eso hubiera sido un auténtico desastre, explica diCorcia años después.
Parte de su argumento se basaba en que él era un refugiado judío ortodoxo que había venido a América para practicar su religión y que yo le estaba negando ese derecho porque había reproducido una imagen suya. Me demandó por comerciar con su imagen, poniéndola a la venta en una galería, y por utilizarla para publicidad (porque aparecía en los catálogos de las galerías y museos que la exhibían).
Cuando alguien llega a ese nivel de absurdo pierde toda la simpatía que pueda sentir por él. Me reclamaba 1,6 millones de dólares (1.4 millones de euros). No es fácil saber si en todo este lío había un cierto componente de cinismo, porque en Estados Unidos, y en demandas de este tipo, lo que sucede normalmente es que se llega a un acuerdo. Eso es así porque el coste de un proceso judicial es muy alto y generalmente dices: ‘Vale, no quiero pelear, te doy 100.000 dólares (88.000 euros)’. Y eso pasa continuamente, pero no fue mi caso.
Foto: Philip-Lorca diCorcia
La demanda fue desestimada por un juez de la Corte Suprema del estado de Nueva York que afirmó que el derecho de los fotógrafos a la expresión artística quedaba por encima del derecho de privacidad de un sujeto que estaba en un lugar público. Además, según el juez, la fotografía de diCorcia tenía un fin artístico y no uno económico, pese a que se vendieron 10 copias del retrato por las que se pagaron entre 20.000 y 30.000 dólares.
La sentencia supuso un gran alivio para la comunidad de fotógrafos de calle, pero, para algunos, el hecho de que la demanda se admitiera a trámite y que el caso llegara tan lejos era un síntoma preocupante.
Ahora es más difícil fotografiar en la calle como lo hacían Garry Winogrand, Diane Arbus y Robert Frank. El Departamento de Seguridad Nacional se te echa encima en un minuto. No puedes fotografiar puentes. No solo eso, sino que algunos edificios tienen copyright. Si tú estás grabando una película y el Empire State Building aparece al fondo, tienes que pagarles una suma de dinero, aunque estés a una milla de distancia. Por una parte es absurdo, y por otra resulta aterrador, subraya diCorcia.
Foto: Philip-Lorca diCorcia
Las leyes de derecho a la privacidad del estado de Nueva York prohíben el uso no autorizado de la imagen de una persona con fines comerciales, es decir, con fines publicitarios o lucrativos. Pero esas leyes se aplican si la imagen en cuestión se considera una obra de arte. Este fue, precisamente, el argumento utilizado por el abogado de diCorcia.
Lo que se estaba discutiendo en este caso era un tipo de uso que no se había probado antes con los principios de la Primera Enmienda como es la exhibición en una galería, la venta de impresiones de edición limitada y la publicación en la monografía de un artista, explica el abogado.
Intentamos de sensibilizar a la corte sobre la enorme cantidad de obras y expresiones artísticas que hoy día son famosas pero que el siglo pasado hubieran quedado aplastadas por la regla exigida por Nussenzweig.
Entre otros ejemplos, el defensor de diCorcia mencionó la famosa imagen de Alfred Eisenstaedt en la que un marinero besa a una enfermera en Times Square tomada en 1945, el día en que las fuerzas aliadas anunciaron la rendición de Japón.
The Kiss, 1945. Foto: Alfred Eisenstaedt
También citó el caso Hoepker v. Kruger (2002). En aquella ocasión, el fotógrafo de Magnum Thomas Hoepker y su amiga Charlotte Dabney, a la que había fotografiado, demandaron a la artista conceptual estadounidense Barbara Kruger por usar indebidamente el retrato de Dabney, titulado ‘Charlotte as seen by Thomas’ (Charlotte vista por Thomas). El trabajo de Kruger muestra a Dabney con el ojo derecho parcialmente agrandado por una lupa y con la frase “Es un mundo pequeño pero no si hay que limpiarlo”. Los demandantes alegaban que el trabajo violaba el derecho a la intimidad de Dabney y los derechos de autor de Hoepker. También demandaron a varios museos y salas de arte por exhibirlo.
Un juez de la corte federal de Nueva York falló a favor de Kruger, afirmando que, según la ley estatal y la Primera Enmienda, la imagen de la mujer no se estaba usando para fines comerciales, sino que su uso era meramente artístico.
Imagen: Barbara Kruger
También se citó una sentencia de 1982 en el que el Tribunal de Apelaciones de Nueva York falló a favor del New York Times en una demanda presentada por Clarence Arrington, un ciudadano anónimo cuya fotografía, tomada sin su conocimiento mientras caminaba en el área de Wall Street, apareció en la portada de The New York Times Magazine en 1978 para ilustrar un artículo titulado “La clase media negra está triunfando”.
Arrington denunció que la imagen se publicó sin su consentimiento para ilustrar una historia con la que no él estaba de acuerdo. El Tribunal de Apelaciones, por su parte, sostuvo que los derechos de la Primera Enmienda de The Times estaban por encima del derecho a la intimidad de Arrington.
Finalmente, y volviendo al litigio entre el rabino Erno Nussenzweig y el fotógrafo Philip-Lorca diCorcia, podemos decir tranquilamente que el arte salvó a la fotografía. Curiosamente, unos años antes, el propio diCorcia renegaba de su condición de artista.
Foto: Philip-Lorca diCorcia
Nunca me he dirigido a mí mismo hacia el mundo del arte, pero sí he ejercido de fotógrafo profesional desde que dejé la universidad. Trabajar para medios de comunicación me ha influido tanto como como el arte contemporáneo. Pero rechazo el trabajo artístico. Nunca me he definido a mí mismo como artista. Cuando la gente me pregunta, les digo que soy fotógrafo.
Cuando le preguntan qué hubiera hecho él le hubiera pasado lo mismo que a Erno Nussenzweig, diCorcia dice:
No sé si me gustaría encontrarme con una imagen de mi cara colgada en una galería o en un museo, pero me reafirmo en mi derecho a hacerlo. En el mundo en que vivimos, no puedes esperar tener intimidad en un sitio público, y menos en ciudades como Londres y Nueva York, plagadas de cámaras de vigilancia. Al final, de lo que se trata es de lo que tú haces con esas imágenes. No creo haber difamado a esas personas, ni siquiera tengo la sensación de haberlas captado de forma furtiva, como lo hizo Walker Evans o lo hacen otros fotógrafos. Yo no me escondo, no escondo mi cámara. Estaba investigando cosas, investigaba la naturaleza de lo azaroso, la posibilidad de crear un trabajo que resulte empático a pesar de no relacionarte con las personas a las que fotografías… Intentaba hacer cosas diferentes. La casualidad era mi amiga y mi enemiga al mismo tiempo. (…) Me lo tomé como un trabajo. Iba allí y estaba unas cinco o seis horas al día haciendo fotos antes de volver a casa. El mayor reto no era hacer una buena foto, sino hacer una que fuera diferente del resto (…). Yo no intentaba esconderme de ellos, intentaba mostrar cómo ellos intentaban esconderse de todos los que les rodeaban.
Foto: Philip-Lorca diCorcia
Y parece que diCorcia logró algunos de sus objetivos. En un artículo sobre la exposición publicado en el New York Times, el crítico Michael Kimmelman escribió:
Las fotos del señor diCorcia nos recuerdan, entre otras cosas, que cada uno de nosotros somos nuestro pequeño universo de secretos, y que somos vulnerables. El buen arte te hace ver el mundo de manera diferente, al menos por un tiempo, y después de ver las nuevas ‘Cabezas’ de diCorcia, en las próximas horas no volverás a tener la misma actitud ausente de siempre cuando te cruces con un extraño en la calle.
*NOTA: Los casos que se citan se juzgaron y regularon bajo las leyes de Estados Unidos. Para saber cómo está la legislación en el caso de España, podéis consultar, entre otros, los siguientes artículos: