por Cartier Bresson no es un reloj
A menudo siento que la gente viene a mí para ser fotografiada como irían a un médico o a una adivina; para averiguar cómo son.
La frase es parte de una cita más larga que publiqué, junto a otras, hace poco más de dos años en este mismo blog en un post titulado ‘11 citas de Richard Avedon sobre el retrato‘. Su autor es, obviamente, Richard Avedon, uno de los más grandes fotógrafos del siglo XX y uno de los mejores retratistas que ha habido jamás.
Avedon fotografió tanto a personas anónimas (su libro ‘In the American West‘ es una auténtica maravilla) como a personalidades del cine, la música, la política o el deporte. En ambos campos, en el de las personas anónimas y en el de las personalidades de diferentes ámbitos, Avedon consiguió destacar como un consumado maestro. Suyos son algunos de los retratos más famosos de la historia de la fotografía.
Entre los miles de retratos firmados por el fotógrafo estadounidense hay dos que destacan sobremanera. Uno es el que le hizo a una pareja mundialmente conocida, Eduardo VIII y Wallis Simpson, duques de Windsor, y en otro el protagonismo recae sobre una sola persona, el apicultor californiano Ron Fischer. En ambos casos, Avedon mostró su maestría, su saber hacer… e incluso, un punto de crueldad que a la postre resultaría determinante.
En el caso de los duques de Windsor, la sesión de fotos tuvo lugar en 1957, en la ciudad de Nueva York. Los Windsor sabían muy bien lo que era posar ante una cámara, estaban acostumbrados a ello ya que, aunque la abdicación de Edward en 1936 les había apartado de la vida pública ‘oficial’ de la familia real británica, ambos eran personajes públicos permanentemente expuestos a los focos.
Sin embargo, Avedon no quería hacer ‘otra foto más’ de la pareja, es decir, no quería una pose estudiada, controlada y, a la postre, aburrida. Por eso no tuvo reparo en recurrir a una pequeña triquiñuela para mostrar una cara de los Windsor que hasta entonces había permanecido oculta al objetivo de las cámaras.
Avedon sabía por su compañera de profesión (y también gran retratista) Diane Arbus, que los duques sentían una debilidad especial por los perros. De hecho, era ‘vox populi’ que la duquesa dejaba que sus perros durmiesen en la cama con ella y que incluso los alimentaba con galletas especialmente horneadas para ellos por su chef.
Avedon llegó puntual a la cita para fotografiar a la pareja, los colocó justo en el lugar donde quería y fingió hacer un comentario casual: les contó cómo, minutos antes, el taxi en el que viajaba atropelló un perro en la calle y lo mató. La historia horrorizó a los duques y ese fue el momento en el que Richard Avedon apretó el obturador. La imagen que captó la cámara es ya parte de la historia.
La fotografía no pasó desapercibida, ni mucho menos. Incluso creó cierta polémica en Inglaterra. Muchos se quejaron porque consideraban que el retrato era poco favorecedor, incluso insultante, con la imagen de la pareja. Hubo quien dijo, incluso, que Wallis Simpson parecía un sapo. Pero Avedon defendió su trabajo a capa y espada, justificada la imagen, y la pequeña crueldad que utilizó para obtenerla, alegando que su objetivo era capturar cómo eran realmente los duques, y no cómo se mostraban habitualmente al público. Quería evitar la máscara del personaje público y mostrar el rostro de las personas.
Este retrato fue solo otra de las polémicas que parecía perseguir continuamente a la pareja. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron acusados de simpatizar con la Alemania nazi y con el fascismo en general, algo a lo que contribuyeron algunos de sus comentarios y las amistades que frecuentaban. Avedon llegó a decir, después de conocerlos, que el duque y la duquesa amaban más a los perros que a los judíos.
El retrato del apicultor es posterior al de los Windsor. Se hizo en 1981, en California. Ron Fischer, un apicultor, respondió a un anuncio que leyó en un diario de tirada nacional en el que se buscaba “un hombre o una mujer dispuestos a ser fotografiados con abejas por todo su cuerpo por un fotógrafo de fama mundial“.
Fue el propio Richard Avedon el que publicó el anuncio en el diario de apicultura. A Fischer le picó la curiosidad. Llevaba toda su vida trabajando de apicultor, pero nunca había dejado que los insectos se posaran sobre su cuerpo. Quería saber qué se sentía y cómo se vería a sí mismo con una ‘barba de abejas’. La ‘barba de abejas’ es una práctica habitual en algunas exhibiciones en las que una abeja reina se usa para atraer a las abejas a la cara del individuo.
Tras leer el anuncio, Fischer se hizo un autorretrato con una Polaroid (en 1981 no había teléfonos móviles y los ‘selfies’ no eran tan habituales ni tan sencillos de hacer como hoy en día) y se lo envió a Richard Avedon.
Busco personas que sean sorprendentes, desgarradoras o bellas de una manera aterradora, solía decir el fotógrafo sobre sus retratados. Y el físico de Fischer encajaba en esa búsqueda.
Acordaron reunirse en Davis, California, cerca de la casa de Norman E. Gary, un entomólogo de la Universidad de California que fue el encargado de llevar 120.000 abejas a la sesión de fotos.
Quedaron en una granja de tomates en la que había un granero. Avedon colgó una gran cartulina de papel blanco en el lado del granero que quedaba en sombra. A unos cuantos metros dejaron las cajas en las que estaban las abejas.
Una vez que Avedon colocó a Fischer en el lugar exacto donde quería que estuviera, el fotógrafo le pidió que se quitara la camisa y después la camiseta. Después le pidió que se quedara totalmente quieto, ya que cualquier pequeño movimiento podría arruinar la imagen. En ese momento, Norman, el entomólogo, untó el torso y la cabeza de Fischer con una loción que contenía las feromonas de la abeja reina. Era la forma de conseguir que las abejas se posaran y se quedaran sobre el cuerpo del apicultor.
A continuación, Norman volcó las cajas de las abejas sobre unas tablas impregnadas de agua azucarada, y después, con la ayuda de una pala y una escoba, arrojó los montones de abejas al aire.
Captaron mi aroma y formaron una nube sobre mi cabeza. Oí un gran zumbido y enseguida empezaron a caer abejas sobre mi cabeza, mis hombros y mi cuello.
A pesar de ser apicultor, la situación le provocó un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Y tenía sus motivos:
Normalmente, en las exhibiciones de ‘barbas de abeja’ se usan insectos de uno a dos días de edad porque en ese momento aún no han desarrollado los aguijones.
Tan pronto como vi las abejas, me di cuenta de que se trataba de ejemplares adultos y que tenían aguijón. Me molestó, pero supuse que Norman sabía lo que estaba haciendo. Me dije a mí mismo: “No te preocupes”.
Los insectos le hacían cosquillas en la piel, intentaron meterse por su nariz, por lo que Fischer se vio obligado a mantener la calma mientras resoplaba varias veces para evitar que se metieran por su cavidad nasal. Las únicas instrucciones de Avedon fueron que mirara al frente y que evitara sonreír.
Fischer no salió indemne de la sesión. Acabó con cuatro picaduras de abeja, dos de ellas en los labios.
Avedon seleccionó dos fotografías de esa sesión: una, a la que llamó la versión ‘budista’, por su ausencia de sufrimiento en el rostro de Fischer, y otra, la versión ‘cristiana’, en la que Fischer hace una mueca de dolor. La sesión con el apicultor y las abejas se alargó durante hora y media.
El apicultor es uno de los 775 retratos que Richard Avedon hizo a personas anónimas para su libro ‘In the American West’, para muchos, la obra cumbre del fotógrafo y del retrato documental. Todas las imágenes están hechas sobre un fondo blanco brillante, hay una total ausencia de sombras trasmiten una especie de vacío emocional.
Tal y como sucedió con el retrato de los duques de Windsor, el retrato del apicultor y otros incluidos en el libro fueron objeto de furibundas críticas y generaron controversia. Hubo voces que se alzaron para denunciar que Avedon menospreciaba a sus sujetos, especialmente a aquellos que tenían algún tipo de discapacidad física:
“Esta es una colección de fotografías enfermiza que expresa los miedos internos y las terribles pesadillas de Avedon”, escribió un crítico llamado Fred McDarrah. Avedon le contestó con una de sus frases más famosas:
No existe la inexactitud en una fotografía. Todas las fotografías son precisas, pero ninguna de ellas es la verdad.
Pero también hubo quien elogió el trabajo de Avedon, subrayando su intensa emoción y la poderosa individualidad que emanaba de aquellos retratos.
Fischer, el apicultor que posó para la foto, también se pronunció en favor de Avedon cuando las críticas arreciaron:
Me gusta la foto. Obviamente, fue una escenificación; la mayoría de los apicultores no usan sus abejas de ese modo. Pero sigue siendo una imagen natural porque muestra un comportamiento natural de las abejas. Creo que los que más criticaron a Avedon por esta imagen eran aquellos que ya estaban en su contra desde tiempo atrás.
De hecho, no eran pocos los que anteriormente habían criticado a Avedon por trabajar en moda y publicidad, además de hacer trabajos artísticos. Frente a éstos, Avedon no fue tan tibio como con quienes criticaron ‘In the American West’:
Estas acusaciones contra los fotógrafos que trabajamos en publicidad son ataques hechos por personas celosas que carecen de imaginación. Algunos fotógrafos acuden a fundaciones y les piden dinero para hacer una exposición o se van y se casan con mujeres ricas. O peor aún, se convierten en mártires de una causa u objetivo concreto. Esto es porque no saben cómo ganar dinero. Yo no pido dinero a fundaciones ni al gobierno. Me gano la vida trabajando con revistas y haciendo campañas publicitarias.
Fischer, el apicultor, siguió vendiendo miel en su puesto habitual del mercado de agricultores de Oak Park en el que exhibía, además, una copia del retrato que le hizo Richard Avedon. A la gente le gustaba hacerse una foto con él, y Fischer decía sentirse aliviado de que la gente no le pidiera que se quitara la camisa. Eso sí, nunca volvió a sentir la necesidad de hacer otra ‘barba de abeja’.
He trabajado sobre una serie de negaciones. No a la luz exquisita, no a las composiciones aparentes, no a la seducción de las poses o de la narrativa. Y todos esos noes han forjado mi ‘sí’. Tengo un fondo blanco, una persona que me interesa y cosas que ocurren entre nosotros.
El retrato de los duques de Windsor y el del apicultor no son sino una pequeña muestra de la extensa y valiosísima obra de Richard Avedon. El fotógrafo huyó siempre de las poses rígidas e impostadas, le gustaba sacar a sus retratados de la zona de confort, de la seguridad de la pose ensayada, de la sonrisa fotográfica… En pocas palabras, quería negar el yo ideal que todos fabricamos y queremos ver en nuestras fotos para mostrar aquella parte de nosotros mismos que nunca vemos.
No estoy necesariamente interesado en desentrañar el secreto de una persona. Es el hecho de que haya cualidades que el sujeto no quiere que observe lo que hace que me resulte interesante, lo suficientemente interesante para un retrato. Entonces se convierte en un retrato de alguien que no quiere mostrar algo. Y eso es interesante. No hay verdad en la fotografía. No hay verdad sobre la personalidad de nadie. Mis retratos dicen mucho más sobre mí que sobre las personas que fotografío. Antes solía pensar que un retrato era una especie de colaboración, que era algo que sucedió como resultado de lo que el sujeto quería proyectar y de lo que yo como fotógrafo quería fotografiar. Ya no creo que sea así en absoluto.
Quizá, en este sentido, y parafraseando a Diane Arbus, Richard Avedon estaría de acuerdo en que, en esencia, el retrato es el secreto de un secreto, o el misterio de un misterio.