por Cartier Bresson no es un reloj
Igualdad, identidad, acoso, discriminación, maltrato e invisibilización, cada una de las fotografías que vamos a ver reflejan diferentes caras de un mismo espejo: aquel en el que las mujeres nos hemos visto reflejadas, a veces de forma privada, otras pública, otras en ambas esferas, a lo largo de 100 años.
Además, cada una de esas fotos está firmada por una fotógrafa diferente, grandes y reconocidas profesionales que, a diferencia de otras muchas, tienen su lugar, ellas sí, en la historia de la fotografía. Mujeres que, a veces de forma inesperada, captaron realidades no muy diferentes en diferentes momentos históricos; mujeres que hicieron de la cámara su pasión, su modo de vida, su profesión y, sobre todo, su forma de estar en el mundo, un lugar hostil al que desafiaron mostrando su cara oculta, realidades que o bien se aceptaban y fomentaban bajo el manto de la costumbre, la tradición o la cultura, o que directamente se negaban y borraban.
De alguna manera, y con estas imágenes, estas fotógrafas nos permiten recorrer un camino que comienza en 1896 y termina con la llegada del nuevo siglo, en 2000. Es curioso comprobar como todas y cada una de las situaciones que esas fotos reflejan, desde la más antigua a la más moderna, siguen de plena actualidad ya bien entrado el siglo XXI. Veámoslas.
‘SELF-PORTRAIT AS A NEW WOMAN’, de Francis B. Johnston (1896)
El de Francis B. Johnston (1864-1952) es de esos nombres que nos hace dudar cuando lo oímos, suena aristocrático, a escritora decimonónica o a profesora universitaria de Literatura, puede que incluso a poetisa maldita, quién sabe. Y eso debería preocuparnos porque Johnston está considerada la primera fotorreportera de la historia y una pionera en hacerse un hueco en el masculinizado mundo de la fotografía profesional. Todo eso lo hizo, además, antes de terminar el siglo XIX.
Su famoso autorretrato refleja muy bien cuál fue su actitud ante la vida y ante las limitaciones impuestas a las mujeres en todas las áreas de la vida, no solo en lo profesional, en aquella sociedad que se asomaba al nuevo siglo.
“Autorretrato como una nueva mujer” es toda una declaración de intenciones, aunque algunos de los importantes detalles y gestos que contiene puede que hoy en día se nos escapen. En aquella época, retratarse al lado del hogar o fuego bajo era algo típicamente masculino, como lo era la propia pose de Francis, con una pierna sobre la otra y dejando a la vista media pierna y la enagua bajo su falda. Lo es también el propio acto de fumar, su forma de sujetar el cigarro y la manera en que su codo se apoya en la rodilla de forma que el torso se inclina hacia delante. En la otra mano sujeta una jarra de cerveza.
Johnston era muy meticulosa en su trabajo y nada en esta imagen está dejado al azar. Utiliza los contrastes entre zonas oscuras y zonas claras para hacernos fijar la vista donde a ella le interesa y asegurarse así que de que el efecto de la imagen y su mensaje sean captados por quienes la miren.
Un ejemplo muy claro es el de las enaguas, que enmarcan sus piernas “desnudas”, es decir, desprovistas de la recatada y obligada protección de la falda. Su rostro, la jarra de cerveza y el cigarrillo componen un triángulo a modo de tres puntos de luz cuyo objetivo es también llamar nuestra atención.
Otro punto estratégico que atrae nuestra mirada lo forman las fotografías familiares sobre la repisa de la chimenea. La propia línea horizontal de la repisa y la zona oscura que forma contrasta claramente con la claridad de los retratos. Todos los que aparecen en esas fotos son hombres. El mensaje es claro y para nada sutil: en el hogar, en la familia, es el hombre al que se venera y reconoce.
La lectura de la foto está dirigida de una forma muy concreta: de su rostro a sus piernas, y de estas a las fotografías de la chimenea. Después de eso es cuando el resto de detalles ganan presencia y significado: la jarra, el cigarrillo, la postura…
El resto de objetos de la escena son parte de la personalidad y de la figura de la propia Francis, de su identidad construida: jarrones, figuras y demás objetos que enmarcan y acompañan a la fotógrafa no son meros ornamentos, son objetos adquiridos por ella misma durante sus viajes como fotorreportera. Ni siquiera el fuego que arde en la chimenea se vería como algo casual, su llama y su calor apuntan directamente al cigarrillo de Johnston, y viceversa. Ese fuego, que es uno de los símbolos universales del hogar y del calor de la familia, no se ve nítido, sino algo borroso, adelantando quizá la forma en la que irán difuminándose y cambiando los propios roles que sostienen la idea de hogar y familia tradicional, empezando por el de la mujer. La llama que quema el cigarrillo, en cambio, no se percibe más allá de la ceniza de la punta, símbolo de la trasgresión y de la llama incipiente del cambio que se avecina y que vendrá de manos como la que sostiene el pitillo.
Francis B. Johnston fue también la autora de un texto histórico en la relación entre mujer y fotografía, un artículo titulado “Lo que una mujer puede hacer con una cámara”. Publicado en el Ladies’ Home Journal, Johnston lo escribió a los 34 años y en él daba una completa serie de consejos para que las mujeres de su época se dedicaran a la fotografía, un campo en el que no estaba mal visto que se ganaran la vida. Más tarde, con la profesionalización, vendría también la masculinización de la profesión y la consecuente discriminación hacia las mujeres.
Leído en pleno siglo XXI, puede resultar algo ingenuo e incluso infantil, pero en 1897 fue el punto de partida para que muchas mujeres encontraran su propio camino y disfrutaran de una independencia económica, artística y vital que hasta entonces les había sido negada. Johnston no hizo sino plasmar en papel su propia experiencia. Ella misma fue el mejor ejemplo de la libertad que la fotografía como profesión podía otorgar a las mujeres.
Para una mujer enérgica y ambiciosa, incluso si sus oportunidades son pequeñas, el éxito siempre es posible, y el trabajo duro, inteligente y concienzudo puede llevarnos a obtener grandes resultados, aunque los comienzos sean humildes.
Pero, sobre todo, ten recursos, hazlo lo mejor que puedas con lo que tengas a tu disposición, hasta que puedas tener el equipo con el que sueñas. La combinación de recursos, sentido común, buen gusto y trabajo duro raramente falla en un país como el nuestro, donde una mujer solo necesita el coraje para dar el primer paso y una profesión adecuada a su talento y a su capacidad de éxito.
‘I’M IN TRAINING, DON’T KISS ME’, de Claude Cahun (1927)
La reivindicación y superación de las identidades de género es algo que hoy, en pleno siglo XXI, está a la orden del día. Pero, a pesar de lo que pueda parecernos, esta reivindicación no es tan moderna ni tan novedosa como seguramente nos parece. Ya en los años 20, una fotógrafa llamada Claude Cahun (1894-1954), hizo de la ambigüedad y de lo no-binario su razón de ser tanto vital como artística. Fue, en todos los sentidos, una adelantada a su época.
André Breton, fundador del Surrealismo, la describió en su día como “uno de los espíritus más curiosos de nuestro tiempo”. Sin embargo, Cahun era la única artista de la citada corriente que expresó públicamente un género que ahora nos referimos como “no binario”, en un momento, primer tercio del siglo XX, en el que los sexólogos apenas estaban comenzado a tratar y estudiar el tema de la transexualidad.
Sin embargo, esa idea de ir más allá de lo femenino y lo masculino no formó parte, ni siquiera testimonial, del movimiento surrealista, a pesar de su manifiesta oposición a las normas sociales que regían la época. Es cierto que Marcel Duchamp, una de las figuras clave en el desarrollo del surrealismo, se creó un alter ego femenino, una mujer llamada Rrose Sélavy, y que fue fotografiado como mujer por Man Ray, aquello no tenía ningún afán reivindicativo ni de denuncia.
El autorretrato era una de las notas distintivas de la fotografía de Claude Cahun. Se definía a sí misma como “neutral”, y esa neutralidad se reflejaba en sus autorretratos, que causaban perplejidad y confusión. Como hombre daba una imagen afeminada, y como mujer, resultaba masculina.
La fotografía que he escogido para este post es prueba de ello. Se titula “Me estoy entrenando, no me beses” y se hizo en 1927. En ella, Cahun mezcla atributos típicamente masculinos y femeninos, y otros, como los pezones falsos cosidos con hilo, claramente performativos. El ejercicio físico, y más con pesas, era cosa de hombres, como lo era entonces el peinado y la ropa que lucía. No así su postura corporal ni la gestualidad de su rostro, claramente femeninos. Lo masculino y lo femenino se entremezclan hasta fundirse en un todo imposible de definir a través de códigos tradicionales. Y ese era, precisamente su objetivo; no definirse de forma concreta, porque toda definición limita y ese concepto de límite y frontera era una de las cosas contra las que Cahun luchaba. Se trataba de explorar su identidad, no de definirla ni clasificarla. Por eso jugaba y transformaba su propia imagen, lo mismo se retrataba como un deportista entrenando, que se caracterizaba como Buda o una muñeca, o jugaba a colocarse máscaras. La identidad, nos dice Cahun, es como una máscara, algo cambiante e intercambiable.
Con autorretratos como éste y la utilización de máscaras tanto físicas como metafóricas, Cahun reivindica el derecho no tanto a autodefinirse como a mutar dentro de esa autodefinición, y a hacerlo tantas veces como sea necesario sin tener que sufrir ningún perjuicio social, político ni, por supuesto, cultural por ello. La identidad es así una construcción en constante mutación.
Cahun nació en Nantes, Francia, como Lucy Schwob, en el seno de una familia judía acomodada. De niña conoció a la que sería su pareja, Suzanne Malherbe, que fue la que disparó la cámara en muchos de sus autorretratos y que cambió su nombre por el de Marcel Moore. Curiosamente, además de ser pareja acabaron siendo hermanastras, ya que el padre de Claude se casó en segundas nupcias con la madre de Marcel.
Su condición transgresora (y sumamente incómoda para la sociedad de la época, aun siendo artista) y lo controvertido de su obra hicieron que no obtuviera un verdadero reconocimiento hasta 1992, casi 40 años después de su muerte. Cahun y su obra, así como su forma de entender la identidad, fueron unas adelantadas a su tiempo; su particular baile de máscaras hubiera sido mejor entendido y valorado hoy en día, casi 100 años después.
Recuerdo que era Carnaval. Había pasado mis horas de soledad disfrazando mi alma. Las máscaras eran tan perfectas que cuando sus caminos se cruzaron en el gran cuadrado de mi conciencia no se reconocieron. Seducida por su fealdad cómica, procedí a explorar los peores instintos posibles; di la bienvenida a los monstruos jóvenes y los alimenté. Pero el maquillaje que había usado parecía indeleble. Me froté tan fuerte para tratar de eliminarlo que acabé quitándome la piel. Y mi alma, como un rostro desollado, desnudo, ya no tenía forma humana.
(…)
Cierro los ojos para salir de la orgía … me acurruco en una bola, renuncio a mis límites, me doblo hacia un centro imaginario… me afeitan la cabeza, me sacan los dientes y me cortan el pecho – todo lo que moleste o ralentice mi mirada – mi estómago, mis ovarios, el cerebro consciente y enquistado. Cuando me quede una sola carta en la mano, sólo el corazón palpitante para apuntar hacia a la perfección, seguramente habré ganado.
‘AN AMERICAN GIRL IN ITALY’, de Ruth Orkin (1951)
No es fácil fotografiar el acoso, sobre todo cuando es sutil se produce en ámbitos o lugares privados, pero tampoco lo es cuando es público y aparentemente evidente. La fotógrafa norteamericana Ruth Orkin (1921-1985) lo consiguió en 1951, cuando fotografió a su amiga Ninalee Craig mientras paseaba por Florencia. El resultado fue esta imagen llamada “Una chica americana en Italia”.
La imagen, tan perfecta que hay quien afirma que está escenificada, muestra a Craig paseando por una acera mientras varios hombres la observan sin disimulo e, incluso, alguno de ellos parece estar diciéndole algo o haciéndole algún gesto mientras tiene una de sus manos muy cerca de sus genitales. La cara de Craig, la forma en la que se aferra a su fular con una de sus manos, transmiten tensión y miedo.
Sin embargo, y sorprendentemente, tanto Orkin como su amiga negaron siempre que se tratara de una situación de acoso:
Yo estaba entusiasmada, disfrutando del mejor momento de mi vida. Me sentía como Beatriz paseando por Florencia y sentía que Dante podía aparecer en cualquier momento y descubrirme (…) Esa foto no simboliza el acoso, simboliza a una mujer disfrutando de una experiencia maravillosa (…) Los hombres que ven la foto me preguntan si sentía miedo, si necesitaba protección y si estaba agobiada, siempre muestran esa preocupación tan típica en ellos… Te hacen sentir apreciada, y la expresión de mi cara es la de estar por encima de todo eso.
Orkin y Craig se habían conocido allí mismo, en Florencia. Craig estaba de viaje por Europa y Orkin se encontraba trabajando para la revista Life. Fue la fotógrafa la que le propuso a su nueva amiga ser su modelo y hacer varias fotos que mostraran cómo era ser mujer y viajar sola en los años 50. Las imágenes se incluyeron en un ensayo fotográfico publicado en la revista Cosmopolitan en el año 1952 titulado “Cuando viajas sola…”, y en el que se daban consejos sobre “dinero, hombres y normas para viajar de forma despreocupada y segura y cuando lo haces sola”. En él se decían cosas como que “la admiración pública no debería ponerte nerviosa. Mirar a las mujeres es un pasatiempo popular, inofensivo y halagador del que serás objeto en muchos países extranjeros. En esos lugares, los caballeros son más ruidosos y más expresivos que en Estados Unidos, pero no hacen daño a nadie”.
Una “interpretación” curiosa pero muy habitual del acoso, sobre todo en aquella época, aunque tampoco conviene olvidar que situaciones como esa siguen ocurriendo, y muchas veces justificándose, hoy en día, más de medio siglo después.
La foto de Ruth Orkin se convirtió, muy en contra de los deseos de su autora y de su protagonista, en uno de los símbolos de denuncia del acoso indiscriminado a las mujeres. Y también, por qué no decirlo, de su aceptación. Compositivamente funciona muy bien y de manera muy sencilla, con su protagonista en el centro del encuadre, la direccionalidad marcada por el propio dibujo de la acera y su bordillo, y la propia presencia de los hombres a lo largo de ella, prácticamente todos mirando a Craig y reforzando nuestra atención en ella. Su rostro y el gesto de su mano agarrando el fular, actúan de catalizadores y nos hacen volver a recorrer todo el marco reinterpretando la escena y reforzando esa sensación de tensión y acoso. Deliberado o no, real o impostado, es lo que transmite esa imagen.
Muy pocos de aquellos hombres tenían un trabajo. Italia estaba recuperándose de una guerra, estaba devastada… y te aseguro que ninguno de ellos tenía la intención de acosarme.
‘LA TARDE, CAMPILLO DE ARENAS’, de Cristina García Rodero (1978)
Resulta imposible mirar esta foto de Cristina García Rodero (1949) y no quedarse observándola durante un buen rato, maravillados ante lo que cuenta y cómo lo cuenta. Pocas veces la desigualdad entre hombres y mujeres ha sido tan bien retratada, de forma tan directa, tan cruda y tan contundente.
La imagen formó parte de la exposición La España oculta, que también tuvo su versión en libro. Las fotografías de García Rodero eran fruto de los numerosos viajes que hizo la fotógrafa por los pueblos de la península y dieron lugar a un trabajo de un gran valor antropológico.
Esta fotografía, titulada sencillamente como “La tarde, Campillo de Arenas” fue tomada en Jaén, y además de por su contenido, llama la atención porque recoge algunas de las grandes características del estilo de Cristina García Rodero. En ella hay tres elementos centrales: una anciana tras una ventana enrejada, un hombre sentado en la acera, frente a la puerta abierta de la vivienda, y la propia puerta, que enmarca la figura del anciano, en contraposición a la de la mujer, enmarcada por la propia ventana.
Ambos conjuntos, el de la mujer en la ventana y el del hombre frente a la puerta, funcionan por oposición: la mujer, vestida de negro, está en el interior de la casa, de pie, agarrando los barrotes con sus manos y mirando directamente a cámara. A sus espaldas se ve una especie de cortina o tela con bordados, casi parecen las alas de un ángel. Mirarla es ver a un ave encerrada en una jaula. El hombre, en cambio, está en la acera, vestido con tonos más claros, sentado en una silla colocada en el exterior de la casa, y parece guardar la puerta de entrada a la vivienda, que permanece abierta. Guarda sus posesiones; la casa y, por supuesto, la mujer. La pared blanca y desnuda que separa la ventana de la puerta y, por tanto, a ambas figuras protagonistas, ocupa el centro de la imagen, reforzando los extremos y creando una mayor tensión.
La diagonal ascendente dibujada por el bordillo de la propia acera, refuerza ese diálogo entre los elementos principales de la fotografía.
Se trata de una imagen que, sin embargo, transmite un cierto aire de serenidad y quietud, de tiempo detenido. A ello contribuye la cuidada luz con la que está tomada, muy suave, tenue. Eso no resta rotundidad al mensaje. Es imposible no percibir el peso de la tradición, de la costumbre, de destino sellado que emana de todo el conjunto. La suya es, aunque suene extraño, una serenidad opresiva.
Cristina García Rodero, la primera persona de nacionalidad española en entrar en Magnum, no ha sido ajena a la discriminación por ser mujer y también, como ella misma cuenta, por su físico. Con la foto tomada en aquel pequeño pueblo jienense no pretendía denunciar nada, sino mostrar una realidad muy presente en la España de la época (y no solo en la rural). La fuerza de la imagen trascendió a la intención de su autora, una mujer que a finales de los 70, fecha en el que fue tomada la foto, se movía también en un mundo de hombres.
No es que haya fotógrafos machistas. El problema es que la fotografía es machista.A las mujeres se nos ha dejado siempre de un lado en la fotografía. Siempre es el hombre el que ha tenido voz y mando y en la mujer se ha confiado poco. Siempre se ha pensado que esto, para nosotras, era trabajo de un periodo de tiempo que dejaríamos antes o después porque nos vendrían “otras cosas”. Eso lo he oído yo muchas veces. No hay futuro para confiar en ellas. No se ha creído en nosotras, esa es la realidad.
“BEHIND CLOSED DOORS”, de Donna Ferrato (1982)
La violencia de género era una “cuestión privada” que debía solucionarse “de puertas hacia adentro” hasta que una fotógrafa llamada Donna Ferrato (1949) la captó en toda su crudeza y la puso sobre la mesa. Las fotos, sin embargo, tardaron años en ver la luz porque nadie quería publicarlas. Los trapos sucios, y estos lo eran, se lavaban en casa.
En 1980, la edición japonesa de la revista Playboy encargó a Ferrato un reportaje sobre matrimonios neoyorquinos de clase alta que practicaban el intercambio de parejas. Localizó a un hombre y una mujer que acababan de instalarse en la ciudad junto a su hijo pequeño y que frecuentaban un club de intercambio. Ferrato trabó amistad con ellos e incluso se quedó a dormir en su casa algunas noches. Fue en una de esas ocasiones cuando, alertada por las voces y los gritos, presenció como el marido agredía a la mujer en uno de los baños de la casa. Cuenta Ferrato que su primera reacción fue coger la cámara y fotografiar lo que estaba pasando. Después, trató de poner fin a la disputa y se marchó de la casa.
De este episodio nació una serie de fotos, “Tras las puertas cerradas”, la más conocida es la que incluyo en este post.
Afectada por lo que acababa de ver y fotografiar, Donna Ferrato guardó el carrete en un cajón durante cuatro meses. Cuando asimiló lo que había sucedido, y a pesar de ser muy consciente de que la violencia doméstica no tenía espacio en los medios de modo que simplemente “no existía” porque no se hablaba de ella, acudió con las fotos a John Loengard, editor de la revista Life. Su respuesta fue la esperada: “Nadie te publicará estas fotos”.
Esa negativa hizo que Ferrato se replanteara su estrategia. Si nadie le publicaba las fotos, lo haría ella misma. Decidió seguir trabajando el tema y publicar un libro con el material que consiguiera. Lo hizo, bajo el título “Viviendo con el enemigo” y su éxito hizo que años después la revista Life incluyera la foto de la agresión en el baño en la lista de imágenes más influyentes del momento. La fe y perseverancia de Ferrato y el trabajo de visibilización de lo que se demostró que era una auténtica lacra, hicieron que en 1994 el Congreso de Estados Unidos aprobara la Ley de Violencia contra la Mujer.
La imagen de Ferrato funciona por su contundencia, más que por su composición. La fotógrafa estadounidense no tuvo tiempo de pensar mientras la hacía. Ella misma aparece reflejada en el espejo del baño, que es el elemento que ocupa una mayor superficie de la imagen y que nos permite ver, en su reflejo, la cara del agresor mientras golpea a su mujer. La cara de la víctima permanece oculta por la misma mano que la está agrediendo. Años más tarde, Ferrato y la propia víctima contarían a los medios, en una entrevista, todo lo que allí sucedió y qué pasó con aquella familia después de la agresión. La imagen se completaba así con la historia de los protagonistas con nombres y apellidos.
El retrato de una mujer maltratada, su mirada, dice mucho más que páginas y páginas de informes médicos y policiales. Jamás entenderemos la violencia contra las mujeres si no conectamos a gente real con historias reales. Por eso no me dedico a la fotografía artística, porque para mí no hay nada más poderoso que una historia real.
‘FERVOR’, de Shirin Neshat (2000)
Shirin Neshat (1957) es una artista visual iraní que trabaja desde el exilio. A su condición de mujer se une la de proceder de un país islámico y la de ser artista, condiciones que suelen ser objeto de más de un prejuicio.
Neshat vivió en el Irán de antes de la Revolución Islámica hasta los 17 años, cuando se marchó a Estados Unidos a estudiar. Dejó atrás una sociedad secularizada y democrática, en plena efervescencia cultural. Volvió 12 años después, tras la Revolución Islámica de 1979, y se encontró con un país totalmente transformado que no tenía nada que ver con el que ella dejó atrás. La cultura persa había sido barrida y sustituida por la cultura islamista; fue una transformación profunda y general que afectó de lleno al papel de la mujer en la sociedad.
Estudiando a la mujer, se puede ver cuál es la estructura y la ideología de un Estado.
“Fervor”, el trabajo al que pertenece la fotografía, es un video que se exhibe a doble pantalla y que cuenta una historia que tiene lugar en Irán. Está filmado en Marruecos en el año 2000. Los protagonistas son dos, un hombre y una mujer, cuyas historias transcurren cada una en una pantalla. Ambos se dirigen a pie a una reunión donde un mullah (un doctor en ley islámica) predica sobre la castidad una multitud separada por sexos. Las mujeres, de negro, se colocan a la derecha, los hombres, de blanco (la mayoría), a la izquierda. Una tela negra y gruesa separa a ambos grupos. Los dos personajes protagonistas rompen la homogeneidad de ambos grupos. Lo hace más claramente ella, la única levantada y a la que vemos el rostro, que destaca por su blancura sobre el negro de su atuendo, mientras camina en dirección opuesta a la mirada de sus congéneres. El hombre, por su parte, es el único entre los suyos que tiene la cabeza vuelta hacia un lado y observa directamente a la mujer. A medida que avanza la proyección se ve que hay atracción entre ellos, pero ambos reprimen sus sentimientos y guardan siempre las apariencias. Se contienen obligados por la presión del espacio público y el peso del riguroso orden impuesto sobre una base religiosa y cultural. Su amor no llega a cristalizar y la historia no acaba sin ser resuelta.
Este trabajo de Neshat revela algunos de los intereses que guían a su autora, especialmente atraída por la tensión que crean conceptos como la tentación, la sexualidad y el deseo en las sociedades del Medio Oriente. En “Fervor” hace referencia al fervor grupal y religioso, pero también al sentimiento de atracción reprimido entre un hombre y una mujer. Esta historia sirve a Neshat de vehículo para hablar de la tensión que se crea entre los propios individuos y el orden social establecido.
Este proyecto está directamente conectado con otro llamado “Rapture”, una instalación audiovisual de 1999 en la que Neshat proyectó en dos paredes contrapuestas, dos narrativas paralelas: en una, se mostraba a los hombres habitando un entorno arquitectónico moderno, en la otra, un grupo de mujeres cantaba, rezaba y cruzaba un desierto hasta llegar al mar. El mensaje era claro: lo masculino se liga a lo moderno y racional; lo femenino, a la naturaleza, lo salvaje y lo irracional.
Lo que denuncia Neshat, cuyo trabajo aborda siempre cuestiones sociales, políticas y psicológicas que afectan directamente a las mujeres que viven en sociedades islámicas contemporáneas. Pero su denuncia tiene una doble vertiente; no solo va dirigida a la parte más opresiva del islamismo, también da un toque de atención a Occidente y su forma reduccionista y estereotipada de presentar y considerar a la mujer musulmana.
Una parte de mí siempre se ha resistido a la imagen cliché occidental de las mujeres musulmanas, presentándolas como nada más que víctimas silenciosas. Mi arte, sin negar la “represión”, es un testimonio del poder femenino tácito y la continua protesta en la cultura islámica.
Para ella, occidente tampoco es un modelo a seguir en muchos aspectos, sino que es un lugar en el que la propia cultura está en peligro abocada a ser un mero entretenimiento cuando la cultura, en esencia, “es una forma de resistencia” y el arte “un arma”. Convertirlos en mero entretenimiento es la forma más eficaz de anestesiarlos.
En la Revolución Islámica, las imágenes que se difundían mostraban a mujeres sometidas y sin voz propia. Pero ahora, en los últimos años, vemos una nueva forma de feminismo en las calles de Teherán, mujeres con estudios, progresistas, contrarias al tradicionalismo, que viven la sexualidad de forma abierta, que son valientes e inequívocamente feministas. Estas mujeres y hombres jóvenes, han logrado unir a los iraníes de todo el mundo, dentro y fuera del país. Y yo descubrí por qué estas mujeres me resultan tan inspiradoras, y es porque ante cualquier circunstancia han logrado desafiar los límites, se han enfrentado a la autoridad, han roto las reglas con pequeños y grandes gestos. Y, una vez más, se han reafirmado a sí mismas. Y yo estoy aquí para declarar que las mujeres iraníes han encontrado una nueva voz, y que esa voz me ha ayudado a mí a encontrar la mía. Por eso es un gran honor ser una mujer iraní, una artista iraní, aunque por ahora me vea obligada a trabajar solo en Occidente.
LA CÁMARA COMO ARMA Y LA FOTOGRAFÍA COMO RESISTENCIA
A través de estas seis fotografías, acabamos de hacer un viaje por algunos de los males a los que las mujeres hemos tenido que hacer frente en el siglo XX: la falta de independencia económica, la discriminación por nuestra identidad sexual, por nuestro género, la violencia doméstica, el acoso y la discriminación social, cultural y religiosa.
Fotografías como estas que hemos visto podrían seguir tomándose, y de hecho se siguen tomando, en pleno siglo XXI. Fueron hechas en momentos históricos y contextos concretos, muy distintos, pero las discriminaciones y abusos que denunciaron en su día siguen vigentes. Así, mirarlas nos sirve para ser conscientes del reto que supone reivindicar nuestro lugar en espacio privado (recordad las fotos de Cristina García Rodero y de Donna Ferrato), en el público (las fotos de Ruth Orkin y Shirin Neshat) y en el profesional (Johnston), sin olvidar nunca la necesidad de reconquistar y explorar nuestro cuerpo y nuestro propio yo, liberándolo de ataduras externas o autoimpuestas (Claude Cahun).
Francis B. Johnston, Claude Cahun, Ruth Orkin, Cristina García Rodero, Donna Ferrato y Shirin Neshat inmortalizaron para siempre situaciones que nos siguen afectando mujeres de diferente condición, clase social, procedencia y contexto social. De alguna forma, y parafraseando a Neshat, han hecho de su cámara un arma y de la fotografía un valioso vehículo de resistencia a la opresión de todo tipo.