Ser viuda en India significa estar muerta en vida. En el instante que muere el marido empieza una terrible condena; les raparán el pelo, las vestirán siempre de blanco, no llevarán joyas, les despojarán de todas sus posesiones, de su estatus social, serán repudiadas por toda su familia: dicen que traen mala suerte y que incluso su sombra da mal augurio: son una maldición. Y todo este calvario por el simple hecho de haberse quedado viudas”.
Son palabras de Diana Ros, fundadora de la ONG SOS Mujer que trabaja en Vindravan, ciudad santa para los hindúes a la que popularmente se conoce como “la ciudad de las viudas”.
La viudedad es un estigma en la India, especialmente en las ciudades. Hasta 1829, las mujeres se inmolaban en la pira funeraria de sus maridos cuando estos morían. Pero aquella tradición, de nombre Sati, de siglos de antigüedad (se dice que vivió su apogeo en el siglo IV después de Cristo) fue prohibida y las viudas se convirtieron en un problema. El sati estaba tan arraigado en la cultura y las costumbres del país que resurgió varias veces, lo que obligó a repetir y ratificar su prohibición en 1956, 1981 y 1987.
La tradición india dice que una buena mujer debe estar siempre bajo la protección de un hombre; primero bajo la tutela de su padre y después bajo la de su marido. Por eso, y tras la muerte del marido y la prohibición del Sati, se instauró una mentalidad de lo que debía ser “el luto bien llevado”: la viuda debe ser pura en cuerpo, pensamiento y alma hasta que muera. De ahí que las vistan de blanco y les rapen la cabeza. Llevan, además una marca de ceniza en la frente, pero lleva también una marca mucho más pesada y de la que no podrán librarse jamás: se las considera culpables de la muerte de sus maridos.
A mediados de los noventa, la fotógrafa Pamela Singh visitó Vindravan y fue testigo de cómo muchas viudas vagaban por las calles esperando la hora de morir. Este es su relato:
Un día, en 1994, mientras estaba en Vrindavan, un pequeño pueblo en Uttar Pradesh, y salí a explorar por mi cuenta. Encontré una plaza muy tranquila. Era mediodía y el calor indio era sofocante. Vi a una mujer acostada sola, envuelta en tela. Si os fijáis en el centro de la foto, cerca del árbol, se ve un bulto bajo una tela. Esa es ella.
Me acerqué y vi que se estaba muriendo. Era muy vieja y no había duda de que estaba viviendo sus últimos momentos de vida. Fui a buscar un poco de agua para ella cuando apareció un grupo de niños. Apenas repararon en ella. Me explicaron que las mujeres mayores y las viudas vienen aquí a menudo para morir. Ella ya no podía hablar.
También conocida como ‘la Ciudad de las Viudas’, Vrindaban es un imán para las mujeres en duelo. Alrededor de 15.000 viven allí, y miles más llegan cada año. La leyenda dice que Krishna, el dios hindú del amor y la compasión, pasó su infancia en Vrindavan. Los peregrinos acuden de todas partes para presentarle sus respetos.
Algunas de las viudas son solo niñas. En algunas provincias de la India, niñas de pocos años se casan con hombres mucho mayores. No es raro que se queden viudas cuando tienen solo 10 años. Obligadas a valerse por sí mismas, vienen a Vrindavan en busca de consuelo y apoyo. Las más afortunadas viven en casas de caridad, pero la mayoría mendiga en la calle. Visten solo de blanco y llevan la cabeza rapada. Hay algo extremadamente elegante en ellas. A pesar de las enormes dificultades a las que se enfrentan, estas mujeres perseveran y se consagran a llevar una vida verdaderamente espiritual.
Yo me alojaba en uno de los muchos ashrams o lugares de retiro espiritual que hay en la ciudad. Me había hecho amiga de una lugareña que tenía cerca de 100 años. Ya no le quedaban dientes y parecía alimentarse solo de leche. Yo me encargaba de pagarle al lechero todos los meses para que ella pudiera tener un litro cuando lo necesitara.
Todos los días, ella caminaba por las calles, y yo la seguía a menudo. No se permiten coches en la ciudad, así que hacía kilómetros cada día a pie, siguiendo su camino. Me llevó por calles que los turistas nunca verían. Vi muchas cosas a través de sus ojos. Había tenido una vida difícil, pero no sentía amargura. Era una mujer muy dulce.
Ese día, sin embargo, solo estábamos la mujer moribunda y yo. Había una quietud abrumadora en la escena. En algún momento, de la nada, aparecieron los monos que se ven a la derecha del encuadre. Y un momento después, la mujer murió. Fue una sensación muy extraña, pero en la mentalidad no occidental tenía sentido. Así como algunos budistas e hindúes escalan el monte Kailash en el Tíbet y mueren en el frío, estas viudas mueren bajo el calor del sol.
Llamé a las autoridades locales para que recogieran el cuerpo. Mientras esperaba, mi ojo se dirigió hacia la puerta que había a la entrada de la plaza. Me acerqué y saqué mi pequeña Leica, la cámara que usaba aquellos días. La serenidad de la escena me habló y tomé esta foto, conmigo a un lado. La puerta era un umbral, una conexión entre la vida y la muerte. Acababa de presenciar cómo aquella mujer pasaba por ella.
La fotografía de Singh es de esas que van ganando en fuerza e intensidad a medida que se observa y se van descubriendo pequeñas claves. Son como diferentes capas que se van desvelando poco a poco. Al principio parece una imagen anodina, banal. Hasta que, no sabemos muy bien por qué, nuestra vista se fija en ese “bulto” que queda cerca del centro del encuadre. El estar semioculto por la pared de piedra le añade misterio, pero no es eso lo que nos hace reparar en él, sino la mirada de la propia Singh, autorretratada a la izquierda, la que nos dirige hacia él.
La presencia física de la fotógrafa es clave en la imagen. No es una concesión a la vanidad; su mirada dirige la nuestra y la inclinación de su cabeza recuerda a una reverencia. Su rostro, tapado en parte por la puerta de hierro y ligeramente inclinado, recuerda a la escena tras la celosía de un confesionario. Singh refuerza lo sagrado y solemne del momento de la muerte.
Hay más detalles interesantes. El árbol que parte en dos el edificio que está a su espalda, recuerda a una gran cruz, y se instala en nosotros la sensación de que el edificio es una especie de templo, incluso una iglesia.
La presencia de los monos añade misterio y fuerza a la escena. Son uno de los cinco animales sagrados de la India y, por eso, como las vacas, son venerados y adorados por la población. En la foto dan la espalda al cadáver y a la fotógrafa, parecen desentenderse de lo que sucede, con su actitud se convierten en el mejor símbolo del rechazo a las viudas, incluso en el momento sagrado de su muerte.
Vindravan no es un refugio espiritual para estas mujeres, muchas abandonadas y repudiadas al enviudar siendo apenas unas niñas, sino la última parada en su particular infierno vital.
Tuve que dormir en la calle porque mi familia me abandonó tras la muerte de mi marido. Me casé con él a los 11 años. Él tenía 40. Poco después, mi hija murió de malnutrición porque no podía conseguir comida para ella. Nadie quiere ayudar a una viuda.
Tras su pérdida, decidí venir a Vrindavan.
Una mujer debería morir antes que su marido para no tener que vivir un infierno como este.
Hace unos días, compartía unas imágenes de obras del pintor Edward Hopper en el grupo de Facebook de Full Frame, el podcast sobre fotografía en el que colaboro y que podéis escuchar en Ivoox. Las pinturas de Hopper fueron lo primero que me vino a la cabeza cuando empecé a pensar en cómo se ha presentado el confinamiento y el aislamiento en general en el mundo de la fotografía, y en cómo, a su vez, muchos fotógrafos (algunos de sobra conocidos, otros, menos) se las han ingeniado para hacer magníficos trabajos en espacios física o socialmente reducidos.
Y sí, es verdad, Hopper no era fotógrafo, sino pintor (y muy bueno), pero el pintor estadounidense siempre tuvo una mirada que podría definirse como muy “fotográfica”. De hecho, Hopper ha sido, y sigue siendo, uno de los grandes referentes visuales de muchos grandes fotógrafos.
Pero no ha sido el único. Pintura y fotografía comparten muchas cosas, pero ambas son, en esencia, luz y formas de mirar la luz. Y si Hopper es el gran referente cuando hablamos del aislamiento del individuo en espacios interiores, la soledad y el vacío del mundo exterior es terreno, entre otros, de Giorgio de Chirico.
Dos de los fotógrafos en los que la influencia de ambos pintores es más evidente son Gregory Crewdson y Gabriele Croppi. Ambos son auténticos maestros en captar la esencia del aislamiento, tanto físico como psicológico, en sus imágenes.
Hay a quien estos autores le resultan demasiado “esteticistas” y que prefiere una fotografía más documental o, por decirlo de alguna manera, más “real”. Lo cierto es que son muchos los fotógrafos (algunos muy conocidos) que han sido capaces de construir y llevar a cabo proyectos fotográficos bien en espacios reducidos (veremos trabajos hechos en una cocina o en un cuarto de baño, por citas dos ejemplos), o bien centrándose en grupos de personas muy pequeños (amigos, familia…). Son trabajos hechos, además, con estilos, planteamientos y estéticas bien diferentes.
Así nos encontramos con proyectos que van desde el documentalismo más clásico hasta otros que se mueven en fronteras más difusas y algunos, incluso, que nacen de planteamientos de corte marcadamente experimental y lúdico. Aquí vamos a ver una muestra de todos ellos, priorizando las imágenes sobre los textos; y es que no hay excusas para seguir sacando partido a nuestra cámara y a nuestra imaginación en esta situación de confinamiento forzoso.
¿Empezamos con un clásico? Vamos, pues, con el gran Josef Sudek.
JOSEF SUDEK
‘El poeta de Praga’ jamás superó la pérdida de su brazo derecho en la Primera guerra mundial, pese a que, en gran medida, fue lo que le llevó a dedicarse a la fotografía. Antes había sido encuadernador, pero la pérdida del brazo le obligó a abandonar el que hasta entonces había sido su oficio.
Durante muchos años, fotografió Praga, su ciudad, pero no se sentía a gusto teniendo que recurrir a la ayuda de asistentes que le ayudaran a cargar con su equipo y con el tiempo fue recluyéndose cada vez más en su estudio y su jardín. En ese espacio tan reducido tomó algunas de sus fotos más hermosas y realizó su famoso trabajo ‘In the magic garden’.
Objetos y árboles conformaron su propio y personal universo mágico. Le gustaba decir que las cosas cobraban vida por las noches, cuando el último niño despierto cerraba los ojos, y a los árboles, sobre todo a los más viejos, le gustaba llamarlos “gigantes dormidos“. Sudek supo transmitir toda esa poesía a través de imágenes llenas de ternura y sentimiento. Y todo sin moverse de su casa.
Todo lo que nos rodea, vivo o muerto, a los ojos de un fotógrafo loco adquiere, misteriosamente, muchas variaciones, de modo que un objeto aparentemente muerto cobra vida a través de la luz o de su entorno. Y si el fotógrafo tiene un poco de sentido común, tal vez pueda capturar algo de esto, y supongo que eso es lirismo.
ANDRÉ KERTÉSZ
El húngaro André Kretész es otro de los grandes maestros que con su cámara “redescubrió” la belleza de los objetos y los paisajes cotidianos. Son famosas sus series de fotos hechas a través de la ventana y los bodegones que hizo con objetos caseros.
La cámara es mi herramienta, a través de ella doy sentido a todo lo que me rodea.
Si quieres escribir debes aprender el alfabeto. Escribes y escribes y al final tienes una buena caligrafía, hermoso y perfecto. Pero no es el alfabeto o la caligrafía lo que importa. Lo importante es lo que estás escribiendo, lo que estás expresando. Lo mismo ocurre con la fotografía. Las fotografías pueden ser técnicamente perfectas e incluso hermosas, pero no expresar absolutamente nada.
Los fotógrafos norteamericanos, sobre todo los de la segunda mitad del siglo XX, han sido quizá los que mejor han sabido volver la vista hacia sí mismos, hacia su hogar y su familia, y documentarlo con sus cámaras.
Sally Mann es siempre una de las grandes referencias en este campo. Pero, sin duda, uno de los grandes fotógrafos cuya obra, además, giró en torno a su hogar y su familia es Emmet Gowin. El norteamericano fotografió durante años a su mujer y su familia en su hogar, situado, como en el caso de Sally Mann, en un lugar apartado del estado de Virginia.
Gowin supo captar esa atmósfera íntima y privada que a veces tan difícil nos resulta transmitir en nuestras fotografías, pero a la que solo nosotros, como parte de ella, tenemos acceso.
La fotografía es una herramienta para tratar cosas que todos conocemos, pero a las que no prestamos atención. Mis fotos intentan representar algo que tú no ves.
EUGENE SMITH
Saltamos a otro gran fotógrafo, Eugene Smith, para hablar de uno de sus trabajos más curiosos, el que hizo en torno a jazz. Y es que Smith, obsesivo y comprometido con la verdad como pocos, realizó uno de sus trabajos más curiosos y apreciados entre las cuatro paredes de un loft de un edificio medio abandonado en Nueva York. Ahí nació ‘The jazz loft according to W. Eugene Smith’, un trabajo para el que tomó 40.000 fotos y grabó mil horas de audio en el apartamento en el que ensayaban conocidos músicos de jazz.
La “integridad pasional” que Henri Cartier-Bresson vio en él, se traduce aquí en imágenes que, pese a estar hechas entre cuatro paredes, transmiten el olor, el sabor y la esencia del jazz.
¿De qué sirve tener una gran profundidad de campo si no tienen una buena profundidad de sentimiento?
Durante ese período Smith realizó también una serie de fotografías a través de la ventana medio tapada de su apartamento.
Si os interesa este fotógrafo, sobre él he escrito dos post; uno sobre una de sus fotografías más famosas, ‘El baño de Tomoko‘, y otro sobre una curiosas y hermosísima foto que les tomó a sus hijos: ‘Un paseo al jardín del paraíso‘.
EUGENE RICHARDS
Otro Eugene, pero no Smith, sino Richards es también uno de los grandes fotógrafos a tener en cuenta a la hora de fotografiar en los espacios y las distancias cortas. Si puedo tocar a alguien entonces puedo fotografiarle, es una de sus máximas.
Como ya hiciera Robert Frank, Richards es un gran experto en mostrar ese lado de la sociedad estadounidense que nadie quiere ver: drogas, prostitución, exclusión social, pobreza, abandono… Se mueve como nadie en las grietas de la sociedad norteamericana, realmente parece “tocar” a sus sujetos y lo hace de tal forma que deja “tocado”, en muchos sentidos (también en el bueno) a quienes miramos sus fotos.
Richards, que estudió periodismo, documenta realidades en espacios muy pequeños (un quirófano, un minúsculo apartamento, una habitación) y en ambientes que muchas veces acaban resultando claustrofóbicos. Es capaz de denunciar el infierno de las drogas con la misma contundencia y sensibilidad con la que nos cuenta la historia de dos parejas homosexuales que deciden tener y compartir una hija, o la soledad de su propio padre, ya anciano, tras la muerte de su madre.
Es un proceso para conocer a la gente. Eso es para mí la fotografía. Se trata de prestar atención y no arruinar y desperdiciar una gran oportunidad.
CARRIE MAE WEEMS
Una cocina, ella misma y sus amigos y conocidos. Con eso le bastó a Carrie Mae Weems para hacer una de las series fotográficas más celebradas sobre mujer, feminismo y estereotipos. Con un plano fijo en el que se ve poco más que la mesa de la cocina, la pared, una lámpara y parte de la puerta, Weems teatraliza y reproduce una atmósfera íntima, personal y reivindicativa.
Los espacios son territorios únicos. No todos los espacios pueden proporcionar al sujeto la riqueza o el fondo que necesita, el ambiente, el sentimiento, el misterio. Los lugares son espacios de peso. En este sentido, es habitual que las mujeres usen sus hogares como lugares donde contextualizar su trabajo, mientras que los hombres rara vez lo hacen. Esta diferencia es muy interesante.
GRACIELA ITURBIDE
Al igual que a Carrie Mae Weems a Graciela Iturbide le bastó una sola estancia de la casa, y la más pequeña, para hacer uno de sus trabajos más originales: ‘El baño de Frida’.
La fotógrafa mexicana tuvo el privilegio de ser la primera en entrar en el baño de Frida Kahlo en la Casa Azul, el hogar que compartió con Diego Rivera, después de que este permaneciera cerrado durante más de 50 años por expreso deseo del propio Rivera.
Iturbide pasa allí tres días en los que fotografía los objetos de la artista: animales disecados, carteles, ropa, prótesis, medicamentos… Incluso, siguiendo la sugerencia del documentalista Nicolás Echevarría, Iturbide se mete en la bañera de Frida y fotografía sus pies descalzos, rememorando así la obra “Lo que el agua me dio”, pintura que Kahlo creó en 1938 y en la que retrató parte de su cuerpo sumergido en el baño.
Cuando me puse en la tina, empecé a decir ‘Frida, perdóname. Qué barbaridad, que sacrilegio estoy haciendo’. Pero bueno, así es la fotografía.
Mi objetivo era fotografiar los corsés, las muletas, los retratos de sus héroes, digamos, de las personas que ella respetaba y que eran del Partido Comunista de la Unión Soviética. Ya no me metí a hacer otras cosas, sino sólo interpretar sus objetos de dolor.
De la estupenda obra de Alessandra Sanguinetti quiero destacar dos trabajos, ambos muy ligados a la tierra y a la conexión emocional con el lugar que habitamos y las personas con las que lo compartimos.
El primero es ‘Las aventuras de Guille y Belinda y el enigmático significado de sus sueños’, un proyecto en el que Sanguinetti documenta, durante cinco años, la relación y la transición a la adolescencia de dos primas en su casa de Argentina. Es un magnífico relato del día a día y de los cambios psicológicos y físicos de estas dos jóvenes que viven en un entorno rural.
El otro trabajo a destacar es ‘The passing of times’ (‘el paso de los tiempos’), en el que la fotógrafa nacida en Nueva York pero de origen argentino documenta los rincones y grietas de la vieja casa familiar, mientras muestra sus cambios temporales.
Sanguinetti retrata a miembros de la familia, cuya piel muestra el desgaste del tiempo, como arrugas y rasguños, junto con objetos inanimados que aparentemente han permanecido intactos. El espacio físico y el emocional se funden en unamicroesfera familiar.
Tengo dos casas. Uno es el hogar de mi infancia en Buenos Aires, y el otro está en California, donde vivo ahora. Para este proyecto decidí quedarme atrás en el primero. Los pasillos, las habitaciones y los objetos estaban exactamente en el mismo lugar en el que habían estado durante 40 años, como si nada hubiera cambiado.
Este trabajo no es un reflejo de mi infancia, que fue muy feliz, sino más bien un adiós y un comienzo para llegar a un acuerdo con los años que ya pasaron y en los que mis padres eran vulnerables. Trato de verlos a ellos y al apartamento en el que crecí tal y como está ahora, con todos sus restos del pasado intactos, excepto por las huellas del tiempo grabadas en la piel y en las superficies de los objetos.
CARLOS PÉREZ SIQUIER
Descubrimos el lado más íntimo y poético del gran pionero del color en la fotografía española. Con ‘La Briseña’, Carlos Pérez Siquier acarició con su cámara el que es su retiro ideal, la finca del mismo nombre, un lugar al que bautizó así “porque la brisa del mar llegaba hasta la puerta de la casa”.
Pérez Siquier captura la luz y los colores de las diferentes estancias de la casa, de una forma que casi podemos oler esa brisa marina que parece mecer todas y cada una de las estancias. La dulce calidez de las imágenes ayuda a retratar le serenidad y belleza que emana de un espacio querido.
TONO ARIAS
Otro fotógrafo que, al igual que los anteriormente citados Sanguinetti y Pérez Siquier, ha sabido retratar el hogar y los sentimientos que de este emanan es el gallego Tono Arias. Su obra ‘Nós’, en blanco y negro, es una mirada nostálgica a la casa, ya abandonada, en la que nació y pasó su infancia.
Objetos, viejos retratos, muebles desnudos que cuentas mil historias… Forman el universo que parece cobrar una segunda vida a través de la cámara de Arias.
RUTH ORKIN
Ruth Orkin es autora de una de las fotografías que más poderosamente me llamó la atención hace un par de años y sobre la que escribí el post ‘An american girl in Italy’, la foto del acoso a una mujer… ¿o el símbolo de su independencia? Pero lo que esta vez llama mi atención, y creo que es un buen ejemplo para esta época de confinamiento forzoso, es la serie de fotos que la autora hizo, durante años, a través de las ventanas de los tres apartamentos en los que vivió en Nueva York.
Empezó fotografiando a los niños que jugaban en las calles de su barrio del West Village, y luego encontró interesante el mirador desde la ventana de su segundo piso en W. 88th Street. Sin embargo, era la vista desde su departamento de Central Park West la que fotografió durante más tiempo, nada más y nada menos que 30 años.
Con todas las fotografías hechas desde su ventana, Orkin publicó dos libros: ‘A world through my window’ (Un mundo a través de mi ventana), en 1978, y ‘More pictures from my window’ (Más fotos desde mi ventana), en 1983.
Mi madre solía contar que cuando yo era joven decía constantemente: mira esto, mira eso. Creo que hacer fotos es mi forma de decirle a la gente que mire esto y que mire aquello. Si mis fotografías hacen que el espectador sienta lo que yo sentí cuando las saqué, ¿no es gracioso … terrible … conmovedor … hermoso? Entonces siento que he cumplido mi propósito.
NANCY BOROWICK
Nancy Borowick se adentró, con su cámara, en el círculo más hermético, íntimo y sensible de una persona: el de su relación con sus padres cuando estos estaban, a la vez, luchando contra el cáncer que les acabaría matando.
Fotos íntimas, duras, tristes, pero también alegres, tomadas en el hogar de sus padres, en los momentos de lucha, de compañía y de soledad y descanso, vertebran uno de los trabajos más conmovedores que se han hecho hasta la fecha.
Sin saber cuánto tiempo nos quedaba juntos, sabía que quería y necesitaba estar con ellos con la mayor frecuencia posible. La fotografía me permitió crear un contexto familiar a través del cual pude procesar mejor lo que estaba sucediendo al tiempo que proporcionaba una red de seguridad y una distancia que me protegía de lo que estaba pasando. Pensé que mis padres siempre estarían allí, así que cuando antes de cumplir los 30 me di cuenta de que los estaba perdiendo, supe que necesitaba encontrar una manera de aferrarme a ellos y capturar la esencia de quiénes eran.
En cierto modo, mi cámara era una herramienta terapéutica que me permitía procesar mejor nuestra situación.
LARRY SULTAN
Larry Sultan ya se había hecho un hueco en la historia de la fotografía con su original proyecto ‘Evidence’, realizado junto a Mike Mendel, cuando en los años 80 decidió documentar con cierto toque kitsch y de humor, la vida que sus padres llevaban en una comunidad de jubilados.
Si con Evidence, Sultan contribuyó a transformar los cánones de la fotografía y los fotolibros, en un trabajo que recibió, incluso, el aplauso de Martin Parr (“es uno de los fotolibros más bellos, densos y desconcertantes que existen, una interminable caja visual de trucos y sorpresas“), con ‘Pictures from home’ el fotógrafo norteamericano retrató a sus padres de la forma irónica e irreverente que a Parr también le hubiera gustado.
Sultan se mete en el pequeño universo de sus progenitores y realiza un trabajo a medio camino entre la crítica y el compromiso emocional, entre la empatía y el voyeurismo.
A veces me metía en la habitación de mamá para hacerle fotos mientras dormía. Estaba tan preocupado por despertarla que respiraba al mismo ritmo que ella. Fotografié la planta de uno de sus pies y me di cuenta de que era algo que nunca había visto antes. Me entraron ganas de fotografiarlo una y otra vez. Luego me di cuenta de que ella no estaba realmente dormida: Éramos co-conspiradores. Justo cuando estaba haciendo fotos en secreto, ella estaba despierta en secreto. Mi madre sintió que la estaba mirando.
PAUL GRAHAM
Uno de los trabajos cuya arrebatadora simpleza lo hace aún más complejo, personal y desafiante. En ‘Mother’ el fotógrafo británico Paul Graham presenta una serie de delicados retratos de su madre en los que pequeños cambios en su rostro y en la luz articulan un testimonio de profundo amor y admiración esa mujer que dormita en un sillón de la residencia de ancianos en la que vive.
Son 14 retratos y solo en uno de ellos la madre de Graham, Dorothy, aparece despierta, mirando directamente a cámara, como si acusara a su hijo de estar observándola demasiado.
Son fotografías desnudas, sin texto ni artificios, retratos que parecen susurrar de forma desgarradora sobre una intimidad que parece a punto de desvanecerse. La madre de Graham se convierte así en un símbolo de amor incondicional, del deber familiar y la ternura, del paso del tiempo y del silencio y la soledad que rodea a los ancianos.
Supongo que quería crear, de alguna manera, un retrato profundo de ella en la vejez, una mirada clara de ella y de sus últimos años en la Tierra. Para mí, pero también para mi familia. Ahora tengo un hijo pequeño, y con eso me di cuenta de lo que realmente significa cuidar a un niño. Además, te hace reflexionar sobre tus propios recuerdos de cuando eras un niño y te atendían. Es la continuidad de una línea.
Le pedí permiso a mi madre para hacer las fotos, por supuesto, y ella estuvo de acuerdo, aunque para ser honesto tengo que decir que a ella le parecería bien cosa que yo hiciera. Y confié en mi instinto.
Me quedaba allí sentado durante horas escuchando el tic-tac del reloj, el viento soplando afuera, muy consciente del paso del tiempo. Sabía que tenía que encontrar alguna forma de transmitir cómo el tiempo se alargaba y se desenmarañaba en esa habitación y cómo yo lo estaba experimentando.
BERTA VICENTE
No hay mayor intimidad en fotografía que la que se produce en un retrato. Cuando las barreras, las reticencias y las defensas caen y cuando las miradas se juntan, ese el momento preciso e inigualable del retrato. La luz y la mirada convergen en un cuerpo a cuerpo que es tan íntimo como a ratos desasosegante, tanto para el retratado como para el propio fotógrafo. La atmósfera que surge de ese encuentro particular es la que, cuando somos capaces de captarla con la cámara, hace que un retrato sea único y que no podamos (o no queramos) apartar nuestros ojos de él.
La fotógrafa Berta Vicente es autora de algunos de los retratos que últimamente más han llamado mi atención. Pero también es una maestra capturando atmósferas. La unión de esas dos cualidades, hacen que sus fotografías transmitan ese ‘algo’ que nos hace pararnos ante ellas. Hay un misterio, un secreto no desvelado, una voz que nos susurra desde alguna parte. Imágenes y miradas que nos hablan de habitaciones con historia y rostros de mirada inquietante.
Normalmente, las fotografías las hago en mi habitación, por suerte entra una luz que me gusta y tengo una pared que la voy pintando según las ideas de fotos que tenga.
Las modelos son mis amigas, tengo unas amigas preciosas con una paciencia infinita.
La mayoría de veces lo que hago es escribir en mi diario una idea, si me convence intento llevarla a cabo y si no, dejo que repose hasta que encuentre ese algo que le faltaba.
Mis fotografías no son más que ideas hechas realidad.
SAKIKO NOMURA
Desnudo e intimidad van unidos de la mano. Mientras investigaba para el post ‘La fascinación íntima y desconocida de Saul Leiter por el desnudo femenino‘ me topé, por casualidad, con unas fotos de desnudos masculinos que llamaron mi atención. Y mi curiosidad creció cuando averigüé que estaban hechas por una mujer, algo que puede considerarse una rareza en el mundo del arte en general y de la fotografía en particular.
Sakiko Nomura, antigua discípula de Nobuyoshi Araki, lleva más de 20 años explorando la particular y desconocida intimidad del desnudo masculino. Sus hombres son seres que a veces parecen emerger entre sombras profundas, y otras ocultarse en ellas. Están encerrados en pequeños espacios privados, habitaciones de atmósfera íntima, en las que se les ve relajados, incluso en actitud introspectiva.
La clave de mis fotos no solo está en los desnudos, sino que pretendo conectar con todas esas pequeñas fluctuaciones que se dan en la vida, y las grandes penas, la vida y la muerte, todo eso que amas que te rodea.
TANIA FRANCO KLEIN
Otra fotógrafa experta en captar y crear atmósferas en habitaciones y pequeños rincones de nuestras viviendas es la mexicana Tania Franco Klein. Su forma de tratar el color y la estética de algunas de sus fotos recuerdan a Nan Goldin y a algunos maestros del color como William Eggleston. Sin olvidar, claro está, la ineludible referencia a Cindy Sherman.
Franco Klein se utiliza a sí misma como modelo en la mayoría de las fotos, que son escenificadas y tienen un fuerte componente conceptual. La atmósfera, el color y los objetos son claves para construir el discurso fotográfico de Klein.
Lo que quiero es evocar un ambiente de aislamiento, desesperación, desaparición y ansiedad, a través de imágenes fragmentadas, que existen tanto de manera ficticia como real.
Busco incorporar cosas que son muy importantes para mí en el mundo contemporáneo, como la soledad, la depresión en la sociedad o diferentes cosas que creo que pertenecen a la vida cotidiana y que no se dicen.
El prestigioso director de películas como ‘París, Texas’ o ‘El cielo sobre Berlín’ es un gran aficionado a la fotografía. Son famosas, entre otras, sus polaroids, fotos tomadas en los descansos de los rodajes o mientras busca localizaciones para sus rodajes.
Las cámaras Polaroid, que han vivido un resurgir en los últimos años, con una buena manera de tomar imágenes con un plus de instantaneidad e inmediatez, tienen ese halo de “esquema o esbozo visual” que tan bien se percibe en las fotografías de Wim Wenders.
La Polaroid tenía una relación sorprendente con el subconsciente. Era casi como si tu cuerpo tomara la foto. Las Polaroid nunca fueron muy finas a la hora de encuadrar, pero no importaba realmente. Todo era sobre el acto y lo inmediato del mismo. Era casi un acto del subconsciente que luego se convertía en algo real, y eso lo convierte en una ventana a tu alma. Quieras o no, esa persona eres tú.
A los 17 años salió de casa con la idea de visitar a un amigo y se coló como polizón en un tren de mercancías. Así empezó un viaje de más de 50.000 kilómetros por Estados Unidos en el que conoció a varios adolescentes sin hogar y cuyo peculiar microcosmos documentó, al principio, con una vieja Polaroid encontrada por casualidad.
Subió las fotos a las redes sociales y pronto empezó a ser conocido como ‘the polaroid kid’, el chico de la Polaroid. Su trabajo tiene ciertas reminiscencias de otros fotógrafos como Larry Clark (con su famoso ‘Tulsa’), Peter Hujar (sobre el que ya he escrito en este blog) y la ya citada Nan Goldin. Artistas, todos ellos, que fotografiaron con brutal sinceridad y honestidad a sus círculos sociales más íntimos y cercanos.
Hacía fotos principalmente cuando había gente cerca porque ese era el tema que me atraía. Vi muchos sitios hermosos, pero no tomé muchas fotos de paisajes. En ocasiones fue una experiencia grupo, pero la mayoría de las personas que conocía no eran tan agresivas con mi afán de viajar por las vías. ¡En cuanto me sentía inquieto montaba en un tren y me iba de la ciudad!
MASAHISA FUKASE
Atormentado autor del fotolibro de culto ‘Ravens’, tiene una obra menos conocida llamada ‘Family’, en la que muestra una serie de retratos, muchos de ellos con cierto toque humorístico, de los miembros de su propia familia. Aquí Fukase huye de la oscuridad y el tormento que reflejó en Ravens.
Family tiene una doble vertiente. Es una celebración y un homenaje a la propia familia a la que Fukase fotografió en su estudio durante 20 años, con motivo de algún aniversario o celebración familiar. Pero es también la reacción a la pérdida de esa familia, a la muerte y ausencia de sus miembros.
Todos los miembros de la familia cuya imagen invertida que capturo en la película dentro de mi cámara morirán. La cámara los capta, y en ese instante se convierte en un instrumento que documenta la muerte.
El tiempo pasa inexorablemente y la muerte nos llega a todos. Se trata de personas mayores, jóvenes, niños y yo. Para mí, todo es una fotografía conmemorativa que finalmente quedará atrapada en un viejo álbum de fotos maltratado.
Otra de las ideas recurrentes en los últimos tiempos tiene que ver con la puesta en valor de los viejos álbumes de fotos. Cualquier momento es bueno para desempolvarlos, abrirlos y rememorar, incluso reconstruir, la historia de nuestra propia familia. O de contar historias nuevas apoyándonos en fotos antiguas. El lugar de trabajo, en este caso, es tan reducido y tan inmensamente amplio como nuestra memoria y nuestra imaginación.
Claudia Hans es un ejemplo de todo esto. Hans estaba en Nueva York y paseaba entre estanterías llenas de libros cuando sus ojos se toparon con uno titulado ‘Songs for My Grandmother’, escrito en 1945 por Agnes Louise Dean. Decidió comprarlo y utilizarlo como base para contar la historia de su propia abuela con fotografías y documentos recuperados e interviniendo los poemas del libro original.
El libro es un trabajo de intervención que busca narrar tres cosas a la vez: lo ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial durante el Holocausto; la historia de mis abuelos, que llegaron de Europa y vinieron a México; y el choque cultural que es una más entre las miles de historias de la gente que tuvo que huir de su país a lo largo de la Historia.
El autorretrato es uno de los recursos más utilizados en fotografía para construir infinidad de discursos. Algunos son marcadamente introspectivos y otros efectivos vehículos de denuncia y reivindicación. Enfrentarnos a nuestra propia imagen y utilizarla como soporte discursivo tiene un trasfondo marcadamente psicológico (imposible no citar aquí a Francesca Woodman, sobre la que no voy a extenderme ya que le he dedicado ya varios post cuyos enlaces os dejo más abajo), pero también tiene una vertiente lúdica que resulta muy efectiva (y efectista, dirán muchos) a la hora de desarrollar proyectos fotográficos.
Hablo, concretamente, de Cindy Sherman, una mujer que, aunque prefiere definirse a sí misma como artista visual, es habitualmente catalogada como fotógrafa. Sherman, más que el autorretrato, trabaja los clichés, los estereotipos y los espejismos difusos de la identidad en un estilo marcadamente post-moderno. Transforma su aspecto de mil maneras, lo escenifica y crea imágenes, muchas de ellas de marcado carácter doméstico, que juegan con ambigüedad, la exageración y la rebeldía.
Todos piensan que lo que hago son autorretratos, pero no están destinados a serlo. Solo me utilizo a mí misma como modelo porque sé que puedo llevarme al extremo, hacer que cada disparo sea lo más feo, ridículo o tonto posible.
Una de las razones por las que me sentí atraída por la fotografía es que esta me permitía alejarme del preciosismo típico del arte.
Nigel Poor ha sido todo un descubrimiento reciente. Primero, porque pese a su nombre, es una mujer, y segundo por lo original, divertido e irreverente de sus propuestas artísticas. En su caso, como en el de Cindy Sherman, la fotografía es más una herramienta que un lenguaje en sí mismo.
Visitar la web de Poor es toda una aventura. Sus proyectos tienen mucho de manualidad y de divertimento, además de experimentación. En ‘287 flies’ recogió 287 moscas, las fotografió una a una e imprimió las imágenes en diferentes tamaños resaltando la individualidad de cada una de ellas.
Otro trabajo llamado ‘Hand job’ y en el que juega con el doble sentido de esa expresión en inglés, que significa, literalmente, ‘hacerse una paja’, Poor hace una serie de retratos de las manos de diferentes personas a las que previamente ha pedido que se vistan con una camiseta blanca que haga las veces de fondo para las imágenes. Las manos son, después del rostro, el elemento más expresivo de nuestros cuerpos.
Uno de sus proyectos más famosos, ‘San Quentin’, surge cuando trabaja enseñando Historia de la Fotografía a los reclusos de ese centro penitenciario y, ante la imposibilidad de dejarles cámaras de fotos para que hagan sus propios proyectos, decide hacer una especie de juego con fotografías ya existentes (algunas bien conocidas y de fotógrafos famosos como Joel Sternfeld) en el que los presos conviven durante días con una foto e interaccionan con ella escribiendo sus propias ideas y reflexiones sobre las mismas.
Los ejemplos del trabajo con imágenes muestran la forma distintiva en que cada persona interactúa con las fotografías. A través de sus marcas y el uso del lenguaje y el dibujo, emerge una voz singular que no solo conecta con el estilo de la propia imagen, sino que también nos dice algo sobre cómo el individuo ve el mundo a través de la fotografía.
SIPKE VISSER
Siguiendo el hilo de lo poco convencional, hay proyectos fotográficos que pueden hacerse sin ni siquiera sacar una sola foto. Es lo que hizo el fotógrafo holandés afincado en Londres Sipke Visser. Especializado en documentalismo y retrato, Visser quiso hacer una especie de experimento que finalmente acabó tomado la forma de fotolibro bajo el título ‘Return to sender’ (Devolver al remitente).
Durante dos años y medio elegí direcciones al azar en Google Maps. Envié a esas direcciones una carta escrita a mano junto con una fotografía hecha por mí. En total, envié 500 cartas, la mayoría a direcciones que abarcaba todo el Reino Unido y algunas a Estados Unidos. Y les pedí me enviaran su respuesta con una foto tomada por ellos. “Devolver al remitente” es una selección de las cartas y fotografías que recibí como respuesta.
En una forma diferente y personal de entender el proyecto fotográfico, y con un planteamiento que ni siquiera exige moverse de casa, el trabajo de Visser recuerda mucho a los originales y rompedores proyectos de Sophie Calle, a quien ya dediqué un post en ‘Desentrañando el misterio: ¿a quién o qué persigue Sophie Calle?‘
IRVING PENN
Y para terminar, Irving Penn. El legendario fotógrafo estadounidense (uno de mis favoritos) demostró que hasta una simple, minimalista e impersonal esquina puede servir de fondo para hacer algunos de los retratos más famosos de la historia. Personajes como Dalí, Truman Capote, Balenciaga o Marlene Dietrich tuvieron que “acomodarse” a aquel insólito lugar para ser inmortalizados por el genial Penn.
En algún momento de 1948, empecé a hacer retratos en una pequeña esquina que formaban dos paneles de mi estudio, con el suelo cubierto por un trozo de vieja moqueta. De ahí salió una prolífica serie de retratos.
Refugiarse en esta esquina, por sorprendente que parezca, hacía que la gente se sintiera cómoda, les relajaba. Las paredes eran un lugar en el que apoyarse, o algo que empujar. Para mí, las posibilidades fotográficas eran más que interesantes; limitaban los movimientos de los sujetos y eso me liberaba del problema de tener que controlarlos.
Las personas sensibles, cuando se enfrentan a la cámara, ponen la cara que ellos creen que les gustaría mostrar al mundo. Pero, a veces, lo que está detrás de esa fachada es más maravilloso que lo que el sujeto piensa o se atreve a creer.
Nos hemos convertido en una raza de mirones. Lo que debería hacer la gente es salir de sus casas y mirar hacia dentro, para variar.
La frase pertenece a la película ‘La ventana indiscreta’, que Alfred Hitchcock filmó en 1954. En ella, un fotógrafo interpretado por James Stewart se ve obligado a estar confinado en su apartamento neoyorquino tras romperse una pierna. Pasa las horas en su silla de ruedas, asomado a un gran ventanal que da a un patio de vecinos. Desde allí puede ver todo lo que pasa, no solo las idas y venidas de los que allí viven, sino también lo que sucede dentro de sus casas. Las ventanas están permanentemente abiertas para intentar hacer frente de alguna manera a la ola de calor que durante día asola la ciudad.
L.B “Jeff(” Jeffries, el fotógrafo al que da vida Stewart, recibe diariamente la visita de su novia (interpretada por Grace Kelly) y de una enfermera llamada Stella (la actriz Thelma Ritter). Es a ella a quien se queja amargamente y ante quien se justifica por su afán de mirar durante horas lo que sucede en el interior de las casas de sus vecinos.
Llevo seis semanas encerrado sin otra cosa que hacer que mirar por la ventana. No puedo más.
Fue buscando información sobre esta película y sobre la condición voyeurista que acompaña a la fotografía como di, por casualidad, con el curioso trabajo de la fotógrafa estadounidense Gail Albert Halaban.
Sus fotografías son “intromisiones” en los hogares ajenos, una mirada que rompe la barrera psicológica del cristal de nuestra ventana para adentrarse en nuestra intimidad, en aquello que ocultamos a la mirada del mundo exterior.
Me gusta mirar a las ventanas de la gente. Sé que en un primer momento suena algo extraño. Muchos pensarán incluso que es ilegal. Pero cuando veáis mis fotos de París, os daréis cuenta de que soy una mirona amistosa.
La suya no es, sin embargo, ninguna intromisión ilegal, por mucho que pueda parecernos a primera vista. Basta con observar sus fotos con algo de detenimiento para darnos cuenta de que están escenificadas, hay algo en ellas, como la “perfecta” iluminación de los interiores o lo preciso del marco que las propias ventanas construyen alrededor de la escena y los sujetos, que nos hace sentir que no son del todo reales. Y es así. Gail Albert Halaban contacta con lo sujetos, pacta las fotografías (que, si no, serían ilegales y podrían causarle graves problemas) y busca también la complicidad de los que habitan en los apartamentos desde los cuales ella fotografía.
El resultado es un trabajo que mezcla, de manera única, la fotografía de arquitectura, la de interiores y el retrato.
Pero, ¿qué es lo que llevó a Halaban a hacer este tipo de fotografía? ¿De dónde le viene el interés por utilizar las ventanas para mirar de fuera hacia dentro, en lugar de hacerlo de dentro hacia afuera?
Fue una situación personal dura la que provocó que Gail Albert Halaban descubriera su fascinación por acceder a la intimidad de las personas desde lejos. La fotógrafa nacida en Washington estaba en la sala de urgencias de un hospital acompañando a su hijo de 5 años, enfermo del corazón.
Me di cuenta de que todo en allí funcionaba por control remoto. Los doctores monitorizaban el corazón de mi hijo desde un piso diferente al que él se encontraba, podían mirar dentro de su cuerpo sin estar cerca de él. Ahí me di cuenta de que yo misma podría mirar el mundo de la misma manera.
Sin embargo, esa nueva consciencia sobre una forma nueva de mirar al mundo no cristalizó hasta que se mudó de Los Ángeles a Manhattan, en Nueva York. Sabía lo traumático que puede llegar a ser mudarte de una ciudad a otra, esa sensación de desorientación y el aislamiento que marcan las primeras semanas, o incluso los meses.
En vela con su bebé hambriento, Halaban pasaba las noches mirando (y buscando) desde su ventana.
Mi trabajo está inspirado en las noches en vela que pasé cuando era una madre joven. Solía sostener a mi bebé en brazos cerca de la ventana, en mitad de la noche, mirando a las ventanas de mis vecinos en busca de una conexión que rompiera esa sensación de soledad.
Apenas conocía a nadie en la ciudad. Pero incluso en medio de la noche, no me sentía sola. Podía ver a gente saliendo a rastras desde un club nocturno o cómo una tienda de flores abría antes del amanecer. Y, a veces, mientras acunaba a mi hija, buscaba en las ventanas de los demás y me encontraba con algunas caras que me devolvían la mirada.
Cuando comenzó a capturar imágenes desde su ventana, el único lugar que le proporcionaba algo parecido a una historia era una floristería situada enfrente de su apartamento. Aquel lugar, y lo que allí sucedía, fueron su primer tema.
Me inspiró el trabajo que hizo Ruth Orkin fotografiando el exterior a través de las ventanas de los apartamentos en los que vivió. Las fotos que yo hice no fueron tan buenas, pero se convirtieron en las primeras de la serie.
Con el paso de las semanas, la actividad de la pequeña floristería de barrio empezó a resultarle monótona, y nació en ella el deseo de observar toda la ciudad, y de hacerlo a través de una ventana.
Así surgió su primer proyecto, llamado ‘Out My Window‘ (Fuera de mi ventana). En él, Halaban se enfrenta a las contradicciones de la vida urbana; el deseo de ser y sentirse parte de algo que choca frontalmente con la necesidad de crear un espacio que nos sea propio y personal, un espacio al que ningún extraño pueda acceder.
Comenzó contactando con personas que conocía, pidiéndoles que le mostraran a quién veían (o miraban) a través de sus ventanas. Esta forma de trabajar convierte a Halaban y su fotografía en el nexo de unión entre los que miran y los que son mirados. Así es como la fotógrafa logra captar escenas que son cotidianas, pero también, no lo olvidemos, escenificadas.
Me encanta conectar a personas que son parte de la vida de los demás pero que nunca antes se habían conocido.
Pese a que, en un primer golpe de vista, las fotos de Halaban se perciben como una intromisión (una mirada lejana se cuela por la ventana en la intimidad de nuestro hogar) las imágenes resultantes son cálidas y empáticas, y aun estando pactadas, siguen siendo inconfundiblemente domésticas: una mujer se seca el pelo con una toalla tras salir de la ducha, una pareja charla durante la cena, una mujer se prepara el desayuno, un hombre descansa en su sofá, otro juega con su perro…
La fotógrafa de las ventanas, como muchos la llaman, huye de los teleobjetivos, usa lentes normales para capturar sus escenas. El teleobjetivo echaría por tierra esa sensación de ser nosotros mismos los que miramos de una ventana a otra, se perdería la “humanidad” de la mirada.
El éxito de su serie neoyorkina, realizada en 2009, acabó llevándola a París tres años más tarde. Los responsables del periódico ‘Le Monde’ vieron sus fotos y le encargaron que hiciera lo mismo en la capital francesa. De ahí nació otra de sus series más conocidas, ‘Paris views‘ (Vistas de París).
La experiencia de vivir en la ciudad, que siempre se entiende que insufla soledad, es el centro de mi trabajo, una forma de compartir mi idea de que, aunque estemos solos, eso no significa que estemos aislados o abandonados.
Los dos lados de la mirada se encuentran y se relacionan en el proceso de hacer la foto. Aunque las fotografías parecen, en un principio, hechas por un mirón, cuando te acercas a ellas ves que son fruto de mi deseo de conectar con mis sujetos y del deseo que ellos tienen de conectar con sus vecinos, creando así una especie de flujo.
“Estoy solo y no hay nadie en el espejo”, decía el poeta, ensayista y escritor Jorge Luis Borges en la que es, quizá, la frase que mejor describe el vacío de la más dura de las soledades: la no buscada, la que se vive y se siente estando rodeado de gente, la que hace que nos sintamos extraños ante nosotros mismos; tan extraños y tan vacíos de empatía y calor, que somos incapaces de vernos y reconocernos en nuestro propio reflejo. Así se define muchas veces la soledad en los grandes núcleos de gente, las ciudades, y así es como la reflejan las fotografías de Halaban.
Aunque esta gente vive de verdad en el lugar donde los fotografío, intento borrar la línea entre realidad y fantasía. La ciudad te pide renunciar a parte de tu privacidad y soledad para unirte a una comunidad de personas que te rodearán siempre. Se trata de conectar con tus vecinos. Uno sociedad más conectada dará lugar a una cultura más dinámica.
A ella le gusta describir sus fotos como una gran mise-en-abyme, una figura artística con aplicación en diferentes campos que, literalmente significa, “ponerse ante el abismo”. En el caso de Halaban, ella cita la experiencia visual de situarse entre dos espejos y ver una reproducción infinita del reflejo de uno mismo. Ese es uno de los efectos que busca con sus fotos: la sensación de que mirarlas, en el fondo, no es mirar al otro, sino que es mirarse a uno mismo y reconocerse en las situaciones y las vivencias de nuestros vecinos. Las ventanas no son más que muros físicos pero endebles que ponemos entre nosotros y el mundo.
Curiosamente, y pese a que su trabajo nos retrotrae, tanto por estética como por contenido, a la ‘La ventana indiscreta’ de Hitchcock, Halaban afirma no haber visto la película hasta el año 2012.
Tenía miedo de verla, porque pensé que podría darme miedo, pero resultó ser tan inspiradora que incluso comencé a hacer más fotos. Al contrario que en la película de Hitchcock, nunca he visto nada raro al mirar a través de las ventanas de la gente. La mayor parte de lo que vemos es gente preparando la cena, viendo la tele o bañando a sus hijos. La vida diaria es bastante corriente.
Para mí, las ventanas son las frágiles fronteras entre lo familiar y lo desconocido, los crecientes sonidos de la ciudad y el silencio atemporal de la vida privada. Son escenarios cinematográficos en los que las escenas cotidianas y más íntimas se revelan.
Curiosamente, y hablando de escenarios cinematográficos, así como ‘La ventana indiscreta’ me llevó a descubrir a Gail Albert Halaban, fue investigando el trabajo de la fotógrafa nacida en Washington como di con una curiosa pieza construida a través de imágenes de la propia película y que recuerda muchísimo a la mirada de Halaban. Se trata de un ‘time lapse’ de las escenas del patio de vecinos de la película, montado por el cineasta y artista visual Jeff Desom, y que recuerdan enormemente a las fotografías de Halaban.https://player.vimeo.com/video/37120554?dnt=1&app_id=122963
No soy la única que mira por las ventanas.
Esa es una de las frases que más suele repetir Halaban. Y es cierto, ¿quién no se ha sorprendido a sí mismo con la mirada medio perdida en el salón, el dormitorio o la cocina de nuestro vecino de enfrente? La curiosidad y atracción que nos despierta poder ver sin ser vistos, el hecho de adentrarnos en el territorio del otro, aunque solo sea visualmente, es algo que va en nuestra naturaleza y que no es exclusivo de los tiempos modernos.
Justo el mismo año en que Gail Albert Halaban se atrevía por fin a ver ‘La ventana indiscreta’, descubría, durante su estancia en París, un pequeño poema en prosa escrito por Charles Baudelaire en 1869 y convenientemente titulado ‘Les Fenêtres’ (Las ventanas).
El que desde afuera mira por una ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se puede ver a la luz del sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un cristal. En ese agujero negro o luminoso la vida vive, la vida sueña, y la vida sufre.
Más allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre, inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido, con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o, mejor, su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismo llorando.
Si hubiera sido un pobre viejo, hubiese reconstruido su historia con la misma facilidad.
Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y padecido en seres distintos de mí.
Acaso me digáis: «¿Estás seguro de que tal leyenda la verdadera?». ¿Qué importa lo que pueda ser la realidad colocada fuera de mí, si me ayudó a vivir, a sentir que soy y lo que soy?
Mirar y observar a los demás en su día a día cotidiano, nos da la oportunidad de vivir otras vidas, de imaginar otras realidades y de crear un puzzle imperfecto con pequeños retazos de realidad y grandes dosis de imaginación. Mirar, como demuestra Halaban, es construir, proyectar miedos y sueños, inseguridades y certezas. Cada luz tras una ventana, cada movimiento de cortina, nos hablan de un misterio, evoca otros mundos a los que nos gustaría pertenecer.
Aburridos de nuestro día a día, construimos historias propias que sostenemos en imágenes ajenas, unas imágenes que alguien capta, de forma casi furtiva, a través de la lente de una cámara de fotos.
La muerte va a estar muy de moda esta temporada, bromeó el fotógrafo Peter Hujar (1934-1987) justo antes de la aparición de su libro “Retratos de vida y muerte” en 1976. Aquella “moda” apuntada por Hujar no llegó a materializarse inmediatamente, pero sí, y de forma dramática y macabra, pocos años después, con la epidemia del SIDA que, casualidades de la vida, sería la que mataría al propio Hujar y a la mayoría de los intelectuales y artistas que en él aparecen. Es, en ese sentido, un libro maldito.
Premonición o no, “Retratos de vida y muerte”, con la breve y brillante introducción de Susan Sontag, también amiga de Hujar, fue y sigue siendo una de las colecciones de fotografía más sombríamente hermosas e influyentes de su época.
Estamos ante el único libro que sacó Hujar en toda su carrera. Era un artista de esos a los que fácilmente colocamos la etiqueta de “maldito”, un hombre rebelde, a veces polémico, receloso de la fama y sus servidumbres, y también, para qué negarlo, una persona tremendamente hermética y con fama de tener un carácter difícil. Así contaba hace unos años la complicada (y curiosa) relación de Peter con el éxito y los circuitos de la fotografía una de sus mejores amigas, la escritora Fran Lebovitz:
Peter solía pensar en razones por las que no estaba teniendo éxito, y nunca eran las razones por las que realmente no estaba teniendo éxito. Por ejemplo, en la mente de Peter, él no tenía éxito porque amenazó con romper un taburete en la cabeza de un marchante de arte. No tuvo éxito porque (creo) le dio un puñetazo a una galerista en la cara. Sin embargo, él creía que su falta de éxito se debía a que la gente que triunfaba era aquella cuyo nombre y apellido empezaban por la misma letra, como Marilyn Monroe. Por eso estuvo fuera del circuito durante un año, más o menos. Y cada vez que te veía te lo decía. Esos eran los motivos. Él me preguntaba: “¿Crees que debería cambiarme de nombre?” Y yo le decía: “No, creo que lo que debes cambiar es tu comportamiento”.
Recuerdo a dos tipos de París. Yo los llamaba los gemelos. No eran gemelos; de hecho, eran novios, pero supuse que eran gemelos porque se parecían mucho. Eran bajitos y musculosos, con la cabeza afeitada. Fueron muy amables. Querían montarle una exposición a Peter. Y Peter decía: “Esos tipos son horribles, quieren venir a mi loft todo el tiempo“. Y yo le dije: “Peter, están tratando de hacerte una exposición”. Y él dijo: “Son horribles. Tengo que comer con ellos, ¿podrías venir?”. Y yo dije: “No son horribles, ¡quieren llevarte a comer! ¡Y eso es algo que, por cierto, necesitas!”
Entonces, fuimos a comer, y los gemelos fueron extremadamente agradables. Esa noche Peter fue a un bar con ellos y acabó amenazándoles con romper un taburete sobre sus cabezas. Lógicamente, se quedó sin exposición. Y fue por eso, no porque su nombre no fuera Marilyn Monroe.
Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, los que lo conocieron hablan de un hombre con un gran magnetismo, tenía un cierto halo de misterio que hacía que la gente quisiera acercarse y conocerlo más. Él, sin embargo, no solía estar muy dispuesto. Las relaciones sociales y el juego mercantilista de los circuitos artísticos y editoriales no eran lo suyo, no creía que le hiciera ninguna falta, porque lo suyo de verdad era la fotografía.
Tal y como se apunta en la contraportada del libro, se trata de uno de los “Retratos de vida y muerte” es uno de los fotolibros más cautivadores que jamás se hayan publicado. Los 29 retratos de diferentes artistas e intelectuales poseen una belleza individual arrebatadora y una profundidad psicológica que resulta poco convencional a la vez que fascinante.
Esos 29 retratos componen la primera parte del libro, inmediatamente después vienen las 11 imágenes totalmente devastadoras: fotografías de los cadáveres vestidos de sicilianos del siglo XIX encontrados en las áridas catacumbas situadas bajo una iglesia de Palermo.
No hay una conexión directa entre los retratos de las personas vivas de la primera parte del libro y las fotografías de los muertos sicilianos que protagonizan la segunda, aunque es innegable que el orden en el que están dispuestos hacen referencia directa al viaje al que todos y cada uno de nosotros estamos abocados: el que nos lleva de la vida a la muerte.
Son retratos en blanco y negro, tomados en su mayoría el estudio East Village de Hujar. Se trata de artistas, escritores e intérpretes, la mayoría neoyorquinos. Algunos, como Susan Sontag, gozaban ya de reconocimiento y un estatus establecido; otros, como John Waters, Robert Wilson y Fran Lebowitz, eran figuras de culto de creciente visibilidad; y otros apenas era conocidos más allá del centro de Nueva York.
A muchos los fotografió recostados en su cama o apoyados en almohadas, con aspecto lánguido, somnoliento, casi postcoital. El resultado aúna sensualidad y brillantez, pero, a su vez, también son imágenes sosegadas y austeras. Hujar, al contrario de Mapplethorpe, con el que tanto se le comparó, huye del exceso de esteticismo y de todo aquello que le suene a clasicismo impostado. Sus miradas, directas a cámara o posadas en algún punto perdido de la escena, parecen conectar con esa mortalidad tan crudamente representada en las fotos posteriores de las catacumbas.
Las fotos de los amigos e intelectuales de Hujar están hechas en la primera mitad de la década de los 70. Los retratos de los muertos, sin embargo, son anteriores. Fueron los muertos los que primero tomaron posesión de su espacio, y fueron también ellos los que dieron a Hujar la idea de fotografiar a los vivos y cómo hacerlo.
A finales de los años 50 y principios de los 60, Hujar alternó sus trabajos como fotógrafo de moda en Manhattan con viajes por Europa. En 1963, llegó a Sicilia y fotografió los cadáveres momificados que había en las catacumbas romanas situadas bajo la ciudad de Palermo.
En el libro, los cuerpos desecados, amortajados con sus mejores galas o envueltos en sudarios, se convierten en imágenes especulares de los artistas e intelectuales alternativos de Hujar. En un curioso y cruel quiebro del destino, la mayoría de ellos, incluidos Hujar, había muerto ya 10 años después de la publicación de libro a causa del SIDA o por complicaciones derivadas de la enfermedad.
Pero además de las fotos de Peter Hujar, el libro tiene otro gran atractivo en forma de texto: la introducción de Susan Sontag, cuyo retrato, quizá el más famoso que le hicieron nunca a la crítica y pensadora neoyorquina, forma parte también de la selección final.
Como ya conté en el post ‘Desentrañando el misterio de Peter Hujar, el genio esquivo que no quiso ser Robert Mapplethorpe‘, la célebre ensayista escribió el texto en unas circunstancias muy especiales: acababan de diagnosticarle un cáncer de mama, el primero de los tres que sufriría hasta su muerte a los 71 años. Sontag estaba en el hospital a la espera de que le hicieran una biopsia cuando se acordó de que tenía pendiente escribir la introducción al libro de Peter. Pidió papel y boli y la escribió allí mismo, sentada en su cama del hospital, en apenas 25 minutos.
Ya no estudiamos el arte de morir, una disciplina habitual e higiénica en las culturas más antiguas; pero todos los ojos, en reposo, contienen ese conocimiento. El cuerpo lo sabe. Y la cámara la muestra, inexorablemente.
Sontag escribe el texto a mediados de los 70, concretamente en 1976. En esta época ya ha publicado varios de los ensayos sobre fotografía que finalmente serían recopilados y publicados todos juntos, por primera vez, en 1977, bajo el título ‘Sobre la fotografía‘ (On photography) y que sigue siendo una de las grandes referencias en este campo.
Pero su interés por la imagen fija venía ya de antes. En su primera novela, ‘El benefactor‘ (The benefactor) escrita en 1963, Sontag se atrevía ya con una frase muy contunde sobre la fotografía en la que, curiosamente, incluía también las palabras “vida” y “muerte”: La vida es una película. La muerte es una fotografía.
Cuando Hujar y Sontag se conocieron a través de un amigo común, ambos conectaron de inmediato. Tal es así, que cuando el fotógrafo le mostró las fotografías que había tomado en las catacumbas de Palermo, la ensayista quedó tan impresionada que le inspiraron la escena final de su segunda novela, titulada ‘Estuche de muerte‘ (Death Kit) escrita en 1967.
La introducción de Sontag examina el papel de la fotografía en el binomio vida / muerte y todo lo que eso conlleva en cuanto a nuestra conexión con el pasado, el futuro y la percepción que tenemos de la realidad:
Las fotografías convierten el presente en pasado, convierten la contingencia en destino. Cualquiera sea su grado de “realismo”, todas las fotografías encarnan una relación “romántica” con la realidad.
Estoy pensando en cómo el poeta Novalis definió el romanticismo: hacer que lo familiar parezca extraño, que lo maravilloso parezca común. La forma insólita en la que la cámara reproduce personas y eventos es una especie de acto mágico en el que ella construye y deconstruye aquello que fotografía. Hacer fotos es, simultáneamente, dar valor a algo y convertirlo en banal.
Sontag argumenta que esta doble función que valora y banaliza convierte a la fotografía en una forma de crear mitos, algo que juega con la conciencia de los objetos y su poder para “inmortalizarlos”. ¿Acaso no utilizamos precisamente esa expresión, la de “inmortalizar” un momento, persona u objeto, cuando hacemos una foto a la vez que convertimos el objeto resultante de la acción, la imagen o fotografía, en un fetiche?
Las fotografías instigan, confirman, sellan leyendas. Vistas a través de fotografías, las personas se convierten en iconos o símbolos de sí mismas. La fotografía convierte el mundo mismo en unos grandes almacenes o en un museo sin paredes en el que cada cosa se devalúa hasta convertirse en un artículo de consumo, o se ensalza hasta convertirse en un objeto para la apreciación estética.
La fotografía también convierte al mundo entero en un cementerio. Los fotógrafos, conocedores de la belleza, también son, consciente o inconscientemente, los ángeles registradores de la muerte. La fotografía como tal muestra la muerte. O, más que eso, muestra el atractivo sexual de la muerte.
Reflexionando sobre los retratos de los vivos que aparecen en “Retratos de vida y muerte” y que, según Sontag, “parecen meditar sobre su propia mortalidad”, la escritora habla del extraño y muy delirante desafío que define nuestra relación con la muerte, que es, no lo olvidemos, la más natural e inevitable de las experiencias. Para Sontag este desafío se ha vuelto más vehemente y beligerante con el tiempo, y con apenas unos pocos momentos puntuales de lucidez.
Ya no estudiamos el arte de morir, una disciplina regular e higiénica en las culturas más antiguas; pero todos los ojos, en reposo, contienen ese conocimiento. El cuerpo lo sabe. Y la cámara lo muestra, inexorablemente … Peter Hujar sabe que los retratos en la vida son siempre, también, retratos en la muerte. Me conmueve la pureza y delicadeza de sus intenciones. Si un ser humano libre puede darse el lujo de pensar en nada menos que la muerte, entonces estos memento mori pueden exorcizar la preocupación excesiva por la muerte tan efectivamente como evocan su dulce poesía y su pánico.
Las dos series, la de los vivos y la de los muertos, nos conectan con nuestros miedos e inquietudes emocionales más profundas, algo que siempre llevamos con nosotros y que va más allá de nuestras percepciones conscientes.
Sin embargo, hay también un cierto aire de despreocupación en los retratos de Hujar, cierta esperanza, por así decirlo. O podría ser, quizá, una ligera aceptación serena de nuestro destino.
Peter Hujar murió en 1987 de neumonía relacionada con el SIDA. Tenía cincuenta y cuatro años y sobrevivió a muchos de los amigos y conocidos que fotografió, que murieron también víctimas de la plaga del VIH.
La dedicatoria del libro es simple y muy breve: “Dedico este libro a todos los que están en él”.
“Retratos de vida y muerte” está considerado hoy día un libro de culto y es prácticamente imposible hacerse con un ejemplar, si no es pagando un precio astronómico por un ejemplar de segunda o tercera mano. A los que nos interesa su trabajo, nos queda el magnífico libro que Mapfre editó con motivo de la exposición ‘Peter Hujar: A la velocidad de la vida‘.
Curiosamente, pese a que nada más publicarse apenas suscitó interés, ni siquiera entre los acólitos de Hujar. Un periodista preguntó al fotógrafo por qué había hecho un libro como aquel, a lo que Peter respondió: “¿Y por qué no? La vida es así”. Y, en un juego de palabras con el significado de underground (su significado literal es “bajo tierra” pero también se utiliza para hablar de algo “alternativo” como cuando nos referimos, por ejemplo, a la cultura underground) Hujar añadió: “Además, se supone que todas las personas del libro son ‘underground’”.
Hojear este libro nos transporta a ese espacio incómodo pero inevitable en el que tomamos consciencia de nuestra propia mortalidad y de nuestra total indefensión ante el paso inexorable del tiempo. Y lo hace, además, de una forma que explícita y sutil al mismo tiempo. Pocos fotógrafos son capaces de lograr un efecto así, y Peter Hujar era uno de ellos.
El único trabajo que publicó en vida es fiel reflejo de su propia personalidad: complicado, oscuro, hermético… pero también sincero hasta causar dolor, irascible, auténtico y, sobre todo, inolvidable.
Ya lo dice Sontag en una cita que he reproducido más arriba y que me parece que define a la perfección al genio y su trabajo:
Peter Hujar sabe quelos retratos de vida son siempre, también, retratos de muerte. Me conmueve la pureza y la delicadeza de sus intenciones.
Vida, muerte, pureza y delicadeza… Hujar era todo eso, y también muchas otras cosas. Era rebeldía, compromiso, talento, soledad, dolor, introspección, pasión… Pero era, sobre todo, fotógrafo. Y uno ciertamente brillante.
Aún recuerdo cómo, cuándo y por qué conocí a Joel Meyerowitz. Navegaba por internet en busca de los grandes fotógrafos de calle del siglo XX y una foto llamó poderosamente mi atención. Era una calle de París en la que se veía un pequeño barullo de gente en torno a un hombre caído en el suelo. Me maravilló la riqueza visual de la imagen, su poderoso contenido, la forma en la que estaba captada y ese pequeño punto de surrealismo que emanaba de ella. ¿Quién era el autor de aquella maravilla? Lo busqué… y lo encontré: un tal Joel Meyerowitz.
Foto: Joel Meyerowitz
Seguí buscando, porque quería saber más sobre su trabajo y sobre el propio Meyerowitz: quería conocer sus fotos, la razón por las que las hacía, cómo entendía él la fotografía, qué era lo que buscaba cuando salía a la calle, cuáles eran sus referentes, su biografía… Todo.
Y llegué a un vídeo de una conferencia suya en Milan en 2013. Le di al play y… en menos de cuatro minutos Joel Meyerowitz desveló ante mí, y ante su auditorio, la esencia misma de la fotografía con una naturalidad y una clarividencia que me dejaron helada. Alguien, por fin, había conseguido reflejar en unas pocas palabras muchos de los sentimientos que la fotografía inspira en mí, y seguro que en muchas otras personas. Así es como comienza su conferencia:
Llevo más de 50 años haciendo fotos, y la pregunta que me sigo haciendo es por qué me sigue resultando tan interesante. Podríais pensar que después de 50 años la fotografía se me ha hecho monótona, pero no es el caso. Para mí, cada seis o siete años, algo cambia en mí, como una estación del año, cambiando mis ideas sobre la fotografía y los objetos que me interesan. Así que, básicamente, durante 50 años, este medio, esta especie de misterio, el mundo de cada día que es visible para nosotros, me ha proporcionado un continuo misterio que me mantiene conectado a la fotografía y a mí mismo. En ese sentido, la fotografía ha sido mi maestra. Y a mi edad, tras más 50 años de trabajo, me siento fresco y preparado para comenzar un nuevo trabajo. Y cada día me levanto y salgo a las calles de una ciudad, al campo o a una pequeña población, siento un apetito ardiendo dentro de mí, algo que me dice ‘sigue mirando’, ‘qué es eso, por qué es tan interesante’, ‘fíjate en esa cara’, ‘mira el gesto de esa persona’, ‘mira cómo la luz cae sobre la tierra’… Parece que me pase todo el día diciendo ‘mira eso’, ‘mira aquello’…
El mundo tiene un efecto estimulante en mí y creo que ,de alguna forma, mi forma de honrar ese efecto es levantar la cámara y apretar el botón para atrapar aquello que veo y me resulta conmovedor, rico en misterio o me hace sentir amor por algo. Estas sensaciones humanas orquestadas a través de una cámara son una especie de intercambio, y eso es lo que ha dado sentido a mi vida.
Foto: Joel Meyerowitz
Tengo este par de párrafos escritos a mano y guardados en folio doblado dentro de un cuaderno. Lo he doblado y desdoblado mil veces: con cada duda fotográfica, con cada pequeña crisis, con cada momento de inseguridad con respecto a mi trabajo, con cada momento de desgana o frustración a la hora de hacer fotos. Y funciona, siempre funciona.
Meyerowitz es pura pasión por la fotografía, y lo es porque lo suyo es, a su vez, pura pasión por la vida, por descubrir cosas nuevas, por maravillarse con todo aquello que tiene ante sus ojos, por su amor y respeto hacia sus semejantes… Y por su continua necesidad de evolucionar y sorprenderse ante los pequeños misterios de la vida cotidiana. Su trabajo, y su magia, nacen de ahí.
Foto: Joel Meyerowitz
Lo cierto es que en los últimos meses he tenido algo olvidado a Joel (hace mucho que dejó de ser, para mí, ‘un tal Joel Meyerowitz’). Con nuestros referentes fotográficos nos pasa muchas veces como con nuestros ‘héroes’ cuando éramos niños. Los nuevos suelen desplazar a los viejos. No es que los olvides, pero les dedicas menos tiempo. Hasta que algo te hace revolver en el cajón y desempolvarlos. En mi caso fue una invitación a participar en el programa radiofónico Full Frame para hablar sobre Meyerowitz.
Releí el párrafo, hojeé un par de libros suyos y volví a buscar en la red. Así es como di con una maravillosa conferencia suya en los encuentros de Arlés de 2017 que me tuvo hora y media sin moverme de delante de la pantalla. Pura fotografía, pura pasión, puro Joel.
Foto: Joel Meyerowitz
Lo que sigue es una versión resumida y adaptada de esa conferencia, con un par de añadidos sacados de otros dos vídeos suyos. La quitaesencia de la fotografía narrada de forma amena y sencilla, salpicada de pinceladas autobiográficas y de ejemplos de sus propias fotos, de la mano de uno de los grandes de la fotografía. Es Joel Meyerowitz, ¿hace falta decir más?
Me presento aquí como una voz que viene de 55 años atrás. Si, cuando yo empecé en esto de la fotografía, hubiera mirado atrás 50 años, me hubiera encontrado con que Eugene Atget estaba vivo aún, así que podemos decir que soy una especie de vestigio del pasado.
Pero aquella era una época inocente porque la fotografía no se consideraba una forma seria de arte, se veía más como un oficio o como algo con un valor utilitario. Se hacían fotos de bodas, funerales o vacaciones familiares, pero la fotografía no era vista como una forma de arte.
Foto: Joel Meyerowitz
CÓMO ROBERT FRANK LE HIZO DIMITIR DE SU TRABAJO
En 1962, yo tenía 24 años y era un joven director de arte que trabajaba en una agencia de publicidad neoyorquina. Un día, fui testigo de cómo un hombre hacía fotos para un pequeño proyecto que yo llevaba, ese hombre era Robert Frank. Su forma de hacer fotos, con tanta excitación… Yo entonces no sabía nada sobre fotografía ni sobreRobert Frank, pero me enseñó que el tiempo y el movimiento eran elementos que podían ser congelados por una cámara, dando lugar a una imagen estática. Algo que ves, que revolotea y desaparece, pero a lo que te puedes aferrar; un pequeño momento que puedes arrancar del discurrir imparable del tiempo.
Y eso me resultó tan excitante que pensé: ‘Yo quiero hacer eso, quiero salir a la calle, mirar el mundo y ver qué cosas de las que me encuentro me hablan, me dicen algo’. Sólo tenía 24 años y aún no sabía aún quién era, y quería ver si había algo ahí fuera que me diera alguna pista sobre mi identidad.
Foto: Joel Meyerowitz.
POR QUÉ ‘SACAR’ FOTOS NO ES LO MISMO QUE ‘HACER’ FOTOS
En aquella época, yo pintaba, mi estilo era una especie de expresionismo abstracto, con una fuerte tendencia a la abstracción. Pero cuando descubrí la fotografía me pareció que estaba ante una herramienta moderna para crear arte, una máquina, la misma que hoy usamos todos, y lo que realmente me fascina de la fotografía es que, más o menos, todos usamos el mismo formato, un pequeño rectángulo, y que todos lo llenamos con energías de diferentes tipos, con ideas diferentes sobre qué es lo que para nosotros tiene sentido.
Y en ese sentido, la fotografía es un lenguaje universal, todos lo hablamos hoy en día, cualquier persona con un teléfono móvil, en el lugar más remoto de China o Mongolia, puede hacer una foto, que es diferente que sacar una foto.
Sacar una foto no es nada; hacer una foto, sin embargo, requiere de inteligencia, de pasión, requiere que pensemos, porque la fotografía, aunque parezca una mera imagen, trata de ideas. Si tienes ideas, puedes ser capaz de encuadrar esas ideas de una forma consistente. Y es así cómo, con el paso del tiempo, empiezas a tener sentido para ti mismo. Y puede que también para los demás. ¿No es esa, acaso, la magia de la fotografía?
Foto: Joel Meyerowitz.
Pensad en esto: hacéis una foto en la que captáis un momento que os resulta revelador, y después mostráis esa foto al mundo. Entonces, personas que están a miles de kilómetros de distancia sostienen vuestra foto en sus manos y leen tus pensamientos, tus sentimientos, tus intuiciones, tus impresiones sobre el mundo. Eso es magia. Que tú puedas coger tu visión del mundo y lanzarla al universo para que otra gente la lea y la entienda. Eso es especial y convierte a la fotografía en nuestra lengua franca.
Foto: Joel Meyerowitz.
EL MEJOR CONSEJO PARA HACER FOTOS SE LO DIO UN BOXEADOR
Crecí en el Bronx, un barrio que en aquella época estaba habitado principalmente por inmigrantes, era un lugar duro. Mi padre, que era un campeón del boxeo pero amateur, me enseñó a defenderme a mí mismo porque las calles estaban llenas de bandas, yo mismo era miembro de una, aunque a nosotros nos daba más por el deporte que por el robo.
Mi padre me dijo que la gente siempre da pistas de cómo va a comportarse, y que el secreto está en saber cómo observarlos. “Presta atención”, me decía una y otra vez.
Esa forma de estimularme para que prestara atención, de hacerme entender que era el propio mundo el que iba a darme información sobre sí mismo, fue para mí una noticia impactante.
Foto: Joel Meyerowitz.
Todo eso me llevó a que, cuando descubrí mi inclinación por las artes y tuve que optar por una para expresarme, la fotografía me habló más poderosamente que el resto, a pesar de que yo había estudiado pintura y me había licenciado en Historia del Arte. Pero lo dejé todo por la fotografía, y lo hice por su inmediatez, por el hecho de observar algo mientras se va desentrañando frente a ti, un algo que conecta con tu monólogo interior o tu sentido de la idoneidad.
Y lo cierto es que no puedes dejar pasar esta especie de armonía entre lo que ves y lo que sientes porque es esa convergencia de las cosas la que valida y da sentido al lugar en el que necesitas estar, al momento en el que decides poner la cámara frente a tu ojo. Todo esto es parte del proceso a través del cual formamos nuestra identidad.
Foto: Joel Meyerowitz.
CÓMO DESCUBRIR QUÉ TIPO DE FOTÓGRAFO ERES
Pero, ¿cómo puedes establecer tu identidad? Cada uno de nosotros tenemos huellas dactilares que nos identifican. Pero yo creo que también tenemos una forma de ver que nos identifica. Al menos eso es lo que yo he estado buscando durante 55 años: ¿cómo puedo describir el mundo que veo frente a mí? Y he llegado a la conclusión de que todo lo he aprendido sobre la vida, sobre mí mismo, lo he hecho gracias a la cámara, a la fotografía. Porque cada vez que levanto la cámara es porque algo me impulsa, algo me llama de una forma que resulta irresistible. Veo el mundo frente a mí y veo cómo este se revela en una milésima de segundo. Esta es una de las cualidades especiales que tiene la fotografía.
Foto: Joel Meyerowitz.
Un día, estando en Londres, dos chicas jóvenes me pararon a la salida de unaconferencia, y me dijeron que se encontraban atascadas con su fotografía, que no sabían hacia dónde tirar ni qué hacer. Querían que les diera un consejo para superar aquello y seguir adelante.
Les cité la palabra identidad y se quedaron descolocadas. Les dije que todos tenemos una identidad fotográfica y que nuestro deber es descubrirla. ¿Cómo? Dentro de nosotros está la forma en la que respondemos a lo que vemos en el mundo; ya sea un paisaje, una escena callejera, un retrato, una habitación, un lugar… Siempre hay algo que provoca una respuesta en nosotros.
Y esa es, precisamente, tu identidad como fotógrafo; eso que te hace detenerte y decir “Oh…” (gesto de asombro). Ese momento en el que te paras ante eso que te hace reaccionar, levantas tu cámara y aprietas el botón… Es ahí donde está tu identidad fotográfica. Ese fotógrafo eres tú.
Foto: Joel Meyerowitz.
CÓMO ESTAR EN EL LUGAR Y MOMENTO OPORTUNO
Cuando haces fotos en las calles de grandes ciudades, como yo he hecho durante toda mi vida, esa cualidad para elegir el momento oportuno, esa habilidad de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado y que las cosas parecen suceder para ti. Es como si tuvieras un sexto sentido. Y esto es evidente, lo ves en las fotos de Cartier-Bresson, Garry Winogrand… la historia de la fotografía está llena de gente que ha estado en el lugar y momento adecuados. ¿Cómo lo hacían?
Pues esa habilidad no es más que la consecuencia de haber usado ese instrumento que es la fotografía una y otra vez, y eso es lo que ha afilado sus procesos mentales, su apetito por la vida, porque en fotografía, cada vez que apretáis el botón de la cámara, estáis diciendo un enorme “SÍ”: sí a la belleza, sí incluso a la tragedia, sí al amor, al odio, a la rabia… es como cogerlo todo, la fotografía lo coge todo y tú, fotógrafo, lo devuelves en forma de pequeñas piezas. Para mí, eso supuso un gran descubrimiento; el hecho de que podía juntar fotografías, en una página tras otra, y hacer que tuvieran un sentido. No era nada que tuviera que ver con el cine, aunque creo que, si yo estuviera ahora dando mis primeros pasos hoy día, prestaría más atención a la imagen en movimiento. Pero en 1962, la cámara parecía ser el instrumento apropiado para reflejar la vida moderna. Así es como yo lo veía.
Foto: Joel Meyerowitz.
POR QUÉ EL COLOR FUE SU OPCIÓN DESDE EL PRINCIPIO
En aquel año, cuando yo empecé a hacer fotos, no sabía que el blanco y negro era considerado la forma artística de hacer fotografía, así que lo primero que hice fue comprar dos carretes de película en color. Salí a la calle y comencé a hacer fotos. Estuve haciendo fotos solo en color durante todo un año.
En ese tiempo, tuve que aprender a superar mi timidez, mi miedo, mi falta de habilidad para hacer un encuadre interesante… Fue todo un proceso de aprendizaje. Y el color me parecía ser la opción natural: el mundo es en color, por tanto, lo normal era hacer fotos en color.
Foto: Joel Meyerowitz.
Pero lo cierto es que todo el mundo que conocía hacía fotos en blanco y negro. Eso hacía que no me resultara fácil enseñar mis fotos en color a los pocos amigos que hacían fotos y que aceptaran la idea del color.
Y aquí estamos, 50 años después, cuando el color es la opción principal para mucha de la gente que hace fotos.
Foto: Joel Meyerowitz.
POR QUÉ EMPEZÓ FOTOGRAFIANDO A MUJERES
En aquellos primeros meses, y para intentar sentirme más cómodo, decidí fotografiar mujeres. Yo era un hombre joven y las mujeres me intimidaban. Tuve una madre fuerte y con mucha personalidad, y ella me imponía mucho, así que pensé que era una buena forma de superar mi miedo a las mujeres y acercarme a ellas.
Foto: Joel Meyerowitz.
EL SECRETO PARA APRENDER A ACERCARSE A LA GENTE
Parte de mi entrenamiento por aquel entonces consistía en ir a los desfiles callejeros que había en Nueva York. En verano los hay casi todas las semanas. Los desfiles me permitían camuflarme, por así decirlo. Podía desaparecer entre el gentío y acercarme a la gente.
En este sentido, una de las cosas que tienes que aprender es a acercarte a la gente. Pero, ¿cómo sabes cuál es la distancia correcta? ¿Cómo te acercas a alguien sin hacer que se asusten? ¿Eres capaz de acercarte y sacar una foto sin que nadie de vea? Es un truco, otro de los trucos de magia de la fotografía.
Foto: Joel Meyerowitz.
LA IMPORTANCIA DE PROBAR A HACER LO CONTRARIO DE LO QUE TE DICE LA LÓGICA
Uno de los primeros temas que surgen cuando empiezas a hacer fotos es el del centro del encuadre, de la diana. Disparas la flecha al centro. Y muchas de las fotografías que hacemos al principio tratan de colocar siempre lo importante en el centro, como si haciendo eso consiguieras la foto que buscas.
Pero hay que dar un paso más y empezar a pensar cómo hacer una foto con varios puntos de interés que abarquen todo el encuadre. Así es como creces con una cámara en tus manos, cuando comienzas a preguntarte qué es lo que hace que una foto funcione: si acercarte más, alejarte más, si algo debe estar en el centro u ocupar más espacio en el encuadre, dónde está el énfasis y qué es lo que la foto te dice, qué feedback se produce cuando haces esa foto.
Foto: Joel Meyerowitz.
Así me di cuenta de en fotografía de lo que se trata es de forzar los límites y así no disparar siempre al centro.
Lo más probable es que el resultado no te satisfaga al momento, pero tienes que aprender a que lo haga. Tu crecimiento como artista que trabaja con una cámara consiste en forzar los límites y averiguar qué otras cosas te satisfacen. De lo contrario, no evolucionas.
Foto: Joel Meyerowitz.
UN ENCUENTRO CON GARRY WINOGRAND Y… ¡ADIÓS AL COLOR!
A mediados de 1963, visité a Garry Winogrand. Ambos éramos dos chicos del Bronx, él tenía 10 años más que yo. Yo solía verle por la Quinta Avenida muy a menudo, pero nos conocimos en el metro. Dos chicos del Bronx que iban en metro a visitar a sus madres.
Nos reconocimos mutuamente, y Garry me dijo: “Oye, ¿por qué no te pasas por mi apartamento y te enseño unas fotos?” Cuando fui vi que había montones de fotos. En cada caja de Kodak cabían 250 fotos y los montones de cajas me llegaban a la cintura, así que en cada montó había como 1.500 fotos. Garry cogió 250 de esas fotos y me las dio, me dijo: “Échales un vistazo”. Yo las miré y, mientras iba pasando de una a otra, me di cuenta de que podía mirar una, dos, tres, cuatro, cinco fotos y luego volver atrás y ver cómo estaban relacionadas con la primera y establecer conexiones. Eso es algo que no puedes hacer cuando se las enseñas a la gente en diapositivas.
El fotógrafo Garry Winogrand.
Y ahí me di cuenta de que si quería ver mis fotos y trabajar con ellas tenía que aprender a revelarlas en blanco y negro porque en aquella época era demasiado caro hacer copias en color, el resultado era un tanto impredecible y no era un proceso que pudieras hacer en el cuarto oscuro de tu casa. Además, yo no tenía dinero para hacerlo, no tenía trabajo, lo había dejado para ser fotógrafo.
Así que empecé a hacer fotos en blanco y negro.
Un día, enseñé una de mis fotos al que entonces era el nuevo responsable de fotografía del Moma, un hombre llamado John Szarskowski, que para mí es el gran culpable de que la fotografía goce hoy día del nivel de aceptación que tiene. La foto la había hecho cuando apenas llevaba un año con la cámara y Szarkowski la incluyó en una exposición llamada ‘The photographer’s eye’ (el ojo del fotógrafo) muy cerca de una foto de Robert Frank, la del hombre con la tuba. ¿Os imagináis cómo me sentí al ver mi foto al lado de la de mi héroe?
Foto: Robert Frank
POR QUÉ EN FOTOGRAFÍA LA AMBIGÜEDAD ES UN VALOR
Otra de las cosas que me atrae de la fotografía es la ambigüedad que se da aun cuando la foto sea muy específica y detallada y te muestre exactamente lo que está sucediendo (porque eso es lo que sucede cuando aprietas el botón, describir lo que tienes delante). Porque nunca estamos seguros del todo sobre lo que está sucediendo en la foto.
Foto: Joel Meyerowitz.
POR QUÉ HAY FOTOS CLAVE, FOTOS QUE SON PUNTOS DE INFLEXIÓN
A veces, hay fotos que se convierten en puntos de inflexión. Ves algo que te toca la fibra, respondes a ello, pero no sabes muy bien por qué, y después miras esa foto en el cuarto oscuro o en tu hoja de contactos y te habla de una forma más poderosa que ninguna otra cosa. Y te dice: “Ven, acércate, tengo un secreto que desvelarte, algo más que enseñarte”. Y si aceptas la voz de esa foto, y sigues el instinto que te empujó a hacerla, puedes pasar a la siguiente fase de tu crecimiento, tu inteligencia, tu propósito visual de lo desconocido…
Cuando una foto te sale así al paso es como penetrar en un misterio.
Foto: Joel Meyerowitz.
EL HECHIZO DE UNA SIMPLE VENTANA DE UN PUEBLO DE COLORADO
Recuerdo que estaba en Aspen, Colorado. Era el año 1964 y yo estaba viajando por Estados Unidos. Me quedé en casa de un amigo y recuerdo levantarme por la mañana y mirar por la ventana. El viento movía la cortina hacia adelante y hacia atrás, y yo miraba esa línea que formaba la sombra y que revelaba lo que había fuera. Era muy poético. Y yo estaba allí, completamente embelesado. Siempre tenía la cámara cerca así que hice la foto porque me parecía hermoso. En este sentido, lo fascinante de la fotografía es que cada uno de nosotros identifica aquello que le resulta hermoso, o significativo.
La fotografía nos da la posibilidad de compartir todo eso con todo el que mira nuestras fotos. Pero es importante creer que es lo suficientemente importante para ti como para que te comprometas a hacer la foto y que aceptes que esa es una nueva forma de belleza.
Foto: Joel Meyerowitz.
EL SENTIDO DEL HUMOR Y LA FOTOGRAFÍA
Es importante tener algo de sentido del humor si eres fotógrafo porque el mundo es un lugar muy loco, te ofrece placeres inesperados, placeres visuales.
Foto: Joel Meyerowitz.
(Sobre la foto de arriba) ¿Por qué andar cuando pueden llevarte en brazos? ¿Por qué mi perro tiene que tocar las sucias calles de Nueva York? (Risas)
ANSEL ADAMS Y LA LAVANDERÍA CHINA
En 1966, gané algo de dinero trabajando en publicidad. Era mi forma de subsistir porque, en aquella época era imposible vender tus fotos en Nueva York. Una vez vi una exposición de Ansel Adams, el gran fotógrafo estadounidense, y la exposición estaba en una lavandería china, bajo el nivel de la calle. La habitación tenía una anchura de unos tres metros y medio por cinco de largo. Allí estaban las fotos de Ansel Adams. Cada una se vendía por 25 dólares. Y no se vendió ninguna. Ese era el ‘amor’ que se le tenía a la fotografía en los años 60.
Foto: Ansel Adams.
No había ninguna esperanza de vivir de la fotografía artística. Si hacías fotos, las hacías por amor a la fotografía, por amor a las sorpresas que te proporciona, por el placer que te producía hablar de ella con tus amigos más cercanos… Era una pasión, un tipo de pasión que ahora puede parecer rara porque estamos en plena explosión fotográfica y la fotografía es más popular que nunca.
Antes, los fotógrafos no competían entre ellos, nos dedicábamos a ello por la misma razón: amábamos el juego de ver. Ahora, en cambio, todo el mundo viene con su cámara y quiere exponer en un museo, o en una galería, o vender a lo grande. Eso es lo que sucede ahora, no hay forma de volver atrás, aunque yo no volvería atrás, porque es así como me gano la vida (risas).
Pero en aquella época era muy difícil vender una foto. Y la mayoría de los fotógrafos que conocía, Robert Frank, Garry Winogrand, Lee Friedlander… todos se dedicaban a la publicidad o a la moda para sacarse un sueldo.
Andalucía. Foto: Joel Meyerowitz.
POR QUÉ VIAJAR POR EUROPA LE MARCÓ COMO FOTÓGRAFO
Así que yo me gané un dinero fotografiando una campaña publicitaria y lo usé para viajar a Europa. Pasé un año en Europa; viví seis meses en España, en Málaga, con los gitanos, viajé por toda Europa, usé más de 600 carretes de fotos, la mitad en color y la mitad en blanco y negro.
Le debo mucho a ese año que pasé en Europa.
Foto: Joel Meyerowitz.
Esta foto (la de arriba), por ejemplo, es buena muestra de lo que decía antes sobre la ambigüedad. No sé qué es lo que está sucediendo ahí, no hay una historia, pero cuando la miro tengo la sensación de que hay un cierto poder, un significado, y lo cierto es que, realmente, no está pasando nada. Es en casos como este cuando la fotografía puede proporcionarte una forma nueva y fresca de mirar tu propio trabajo.
En España aprendí de alguna manera a ser un hombre. Había algo acerca de la masculinidad (nada que ver con la actitud de macho), acerca de una manera de estar en la vida, que me permitió convertirme en fotógrafo. Comencé a entender lo que era estar solo mirando al mundo. Fui libre por primera vez en mi vida. España caló muy dentro de mí.
En muchas de mis fotos puedes ver esa elección del momento oportuno, esa observación instantánea de momentos humorísticos, o momentos en los que todo está en transición. Resulta muy atractivo atraparlos con la cámara, es como una reacción instintiva. Y si lo haces las veces suficientes, el mundo se vuelve más perspicaz, empiezas a ver más y mejor, a ser capaz de identificar al mismo tiempo cosas que están en diferentes niveles.
Foto: Joel Meyerowitz
UN CURIOSO PUNTO DE INFLEXIÓN: VERSALLES
Hay una foto que tomé en Versalles, es una imagen bastante ordinaria y parece una postal, pero significa mucho para mí. Era un día lluvioso, no había nadie… pero me sentí atraído por la calidad del escenario (una colegiata). Cuando revelé la foto, ya de vuelta en Nueva York, me di cuenta de que esa pequeña pieza de Kodachrome reproducía cada ladrillo de las chimeneas y cada teja del tejado. Y pensé: “Quiero imprimir fotografías enormes, quiero poder verlo todo, no quiero hacer más copias pequeñas. Y quiero hacerlo en color”.
Años después, esta foto fue la que me llevó a trabajar con cámaras de gran formato y la que provocó un gran cambio en mi vida. Así que, a veces, una sola foto es capaz de introducir una llave en tu cerebro y la hace girar hasta que un ‘click’ lo pone todo en su sitio.
Por eso son importantes esas fotos que suponen un punto de inflexión en nuestro camino.
Joel Meyerowitz, con su cámara de gran formato. Foto: Max Kozloff.
LOS PEQUEÑOS DETALLES Y SU INMESA BELLEZA
A veces el detalle más pequeño es el que te lleva a ver. Recuerdo ver a este hombre al que le faltan las piernas en el borde de la acera y cómo este niño se le acerca y le echa agua para que pueda lavarse las manos.
Y el detalle en el que me fijé fue en cómo el niño juntaba las rodillas para poder estar lo más quieto posible cuando echara el agua sobre las manos del hombre. Me pareció un acto tan conmovedor de respeto y de cuidado para no salpicar la chaqueta del hombre…
Hacer una foto basándote en gestos tan mínimos resulta, a veces, increíblemente satisfactorio. Y esta es una de esas fotos que, cada vez que la miro, me viene a la cabeza un sentido de la humanidad, de la dignidad que un niño de un pueblo turco que está lejos de todas partes fue capaz de mostrar a ese hombre. Y eso es belleza.
Foto: Joel Meyerowitz.
CÓMO FOTOGRAFIAR DESDE EL COCHE LE LLEVA A SU 1ª EXPOSICIÓN EN EL MOMA
Durante mi estancia en Europa, yo iba a todas partes en coche. Siempre llevaba la cámara en mi regazo y hacía fotos mientras conducía. Primero, porque era un reto, un reto interesante; dos, porque cuando estás dentro de tu coche, el coche es como una cámara y el parabrisas es tu lente. Ves cómo el mundo viene hacia ti como si se tratara de una pantalla de cine. Y tres, sucede que si cada vez que ves algo interesante detienes el coche, para cuando sales de él ese momento ya se ha esfumado. Así que fotografiar mientras me movía en coche era muy importante para mí.
Foto: Joel Meyerowitz.
Durante ese año, hice más de 4.000 fotos desde mi coche y cuando volví a Nueva York John Szarkowski del Moma me ofreció hacer una exposición individual con estas fotos. Para él, estas imágenes eran una forma precoz de fotografía conceptual porque las hice como experimento, cada día, mientras conducía.
Foto: Joel Meyerowitz.
La suya era una apuesta arriesgada y le estoy agradecido por ello. Yo también sabía que era un riesgo y que, en cierta medida, era una exposición marginal, en el sentido de que la mayoría no eran fotografías muy interesantes. Muchas veces las cosas estaban muy lejos y pasaban a una velocidad de 100 km/h… ¿qué puedes ver en una situación así? Pero la cámara ve. La cámara es una herramienta increíble para aferrarte a esos momentos fugaces.
Foto: Joel Meyerowitz.
EL EXPERIMENTO DEFINITIVO ENTRE EL B/N Y EL COLOR
La fotografía en color era tan importante para mí que intentaba entender por qué hacía fotos en color. Así que, durante unos años, llevé dos Leicas conmigo; una con un carrete Kodachrome y otra con película Tri-X. Ambas con objetivos de 35 mm.
Cada vez que tenía la oportunidad de hacer un par de fotos, las hacía. Las fotos no eran exactamente iguales, había alguna pequeña diferencia, pero me daban la oportunidad de compararlas y de preguntarme a mí mismo qué era lo más importante para mí, qué película me contaba todo lo que yo quería saber del mundo. Y esa era la de color.
Fotos: Joel Meyerowitz.
Años después de hacer este experimento, dejé de hacer fotos en blanco y negro. Mi época de blanco y negro duró unos 10 años, más o menos.
Hice un total de 130 pares de estas fotos en los dos formatos y que, viéndolas juntas, parecía un libro.
Fotos: Joel Meyerowitz.
Si os fijáis en la parte inferior del dirigible, en la foto en blanco y negro se ve gris, pero en la foto en color se ve verde. Es como si el mar hubiera lanzado su color hacia arriba, hacia la parte reflectante del dirigible. Y para mí ese pequeño detalle es como una nota musical que pasa casi desapercibida en una partitura, pero tú oyes su pequeño sonido. Eso es lo que hace la foto en color, te da un montón de información.
Una vez fui de Nueva York a Nueva Orleans en autostop. Unos meses antes había estado viendo el libro ‘Los Americanos’ de Robert Frank y, estando en una calle de Nueva Orleans, el tranvía apareció y vi esta imagen tan parecida a la famosa foto de Robert Frank. Pero lo que me llamó la atención fue los colores del tranvía. Algo me sucedió en ese momento, fue como una sacudida: resultó que la foto en blanco y negro, esa que yo creía que era la realidad, era algo… diferente. Me dio pie y me motivó para seguir fotografiando en color.
Captura del libro ‘Taking my time’, de Joel Meyerowitz.
Foto: Robert Frank
EL GUGGENHEIM Y LA AMÉRICA QUE SE DESMORONA
Cuando volví de mi viaje por Europa, me concedieron una beca Guggenheim. Estados Unidos estaba sumido en la guerra de Vietnam, y me dieron la beca para que viajara por el país documentando cómo pasaban los estadounidenses su tiempo de ocio. En aquella época, el concepto de “tiempo de ocio” era algo nuevo.
Foto: Joel Meyerowitz.
En el centro del país nadie parecía estar prestando atención a lo que sucedía en Vietnam y yo intentaba reflejar esa actitud en mis fotos. Viajé por todo el país para ver cómo la gente se entretenía y pasaba su tiempo libre mientras una guerra mataba a 50.000 soldados.
Para mí es uno de mis trabajos más importantes. Puede que algún día se publique (ríe). Recuerdo que se lo llevé al editor de Aperture en Nueva York y el editor jefe lo retuvo durante dos años. Volví y le dije: “Devuélveme mi libro, sé que no vas a publicarlo” y él me contestó: “No puedo publicarlo, es demasiado duro. Además, solo hay unas 3.000 personas en el mundo que compran fotolibros, jamás recuperaremos nuestro dinero”. Y añadió: “Si Robert Frank acudiera a mí hoy con ‘Los Americanos‘, no podría publicarlo”. Es increíble. Un libro así de valioso debería ser publicado.
Foto: Joel Meyerowitz
En ese libro que hice sobre Estados Unidos, intenté introducir alguna huella de la guerra cada siete u ocho fotos. Imágenes en las que se vieran cohetes que se colocaban en las rotondas de las ciudades, o botaduras de barcos de guerra con esas anclas hechas de rosas… Quería mantener el nivel de desesperación y violencia que se vivía en el sistema estadounidense.
Y vi que, de alguna manera, el país se estaba derrumbando. Ves a estas dos mujeres arreglando con sus manos ese pequeño trozo de césped mientras sus casas se derrumbaban tras ellas, me parecía una especie de locura, la locura americana.
Foto: Joel Meyerowitz.
POR QUÉ ‘EL INCIDENTE’ NO TIENE QUE ACAPARARLO TODO
Hacia 1971 o 1972, traté de alejarme de esa idea de “captar el incidente”. Sentía que el incidente, esas cosas divertidas que ves en la calle, cuando se convierten en el punto central de la fotografía, es como si solo contaras un chiste o una pequeña historia. Lo que yo quería era comprobar si era posible moverme y hacer fotos de todo lo que había en un lugar, desde lo más cercano a lo más lejano, todo. Quería hacer fotos más complejas que no dependieran del gancho de un incidente gracioso o de una interacción concreta.
Foto: Joel Meyerowitz.
Resulta muy difícil dejar de hacer aquello que has aprendido y que llevas haciendo mucho tiempo. Pero cuando consigues dominar algo, hacerlo muy bien, es importante alejarte de ello. Es la única forma de crecer como artista.
Así fue como empecé a hacer fotos en las que intentaba vaciar de contenido el centro del encuadre, intentaba empujar las cosas hacia los lados, alejándolas de aquello que resultaba muy atractivo o seductor. Quería ver si podía hacer fotos más enrevesadas y que siguieran resultando interesantes.
Foto: Joel Meyerowitz.
En la época en que hice la foto de arriba, por ejemplo, sentía que estaba en un lugar en el que necesitaba algo más. El 35 mm estaba bien, tenía una gran definición, pero si quería imprimir fotos de gran tamaño, tenía que empujarme a mí mismo más allá del 35 mm y usar una cámara de gran formato.
EL GRAN FORMATO, EL GRAN CAMBIO
Así que me compré una cámara de 8×10 para negativos de 20×25 y empecé a hacer fotos que requerían un tiempo diferente. No eran fotos instantáneas como las que haces en la calle, eran fotos sobre la luz, el espacio, el color, la profundidad… El proceso era más lento. Era como si de repente yo tuviera dos lenguajes: el ritmo jazzístico de la fotografía de calle y el ritmo más clásico y sosegado de la cámara de gran formato.
Dejar atrás, no para siempre, pero sí durante un tiempo, aquello que yo hacía mejor resultó ser un aprendizaje de una enorme riqueza.
Foto: Joel Meyerowitz.
Una de las primeras cosas que aprendí al usar la cámara de gran formato es que el tiempo no era ya una milésima de segundo, sino que el tiempo eran varios segundos, incluso minutos, y que podías mirar a la oscuridad al final del día, y que esa oscuridad que estaba cayendo te daba información.
Entonces empecé a hacer fotos que tuvieran esas características.
Foto: Joel Meyerowitz.
CÓMO Y POR QUÉ DESCUBRE EL RETRATO
A veces, haces algunas fotos y las pegas en la pared para tenerlas a la vista. Recuerdo haber pegado en la pared de mi estudio estas dos fotografías.
Foto: Joel Meyerowitz.
Durante todo ese año, seguí pegando fotos en la pared y quitándolas, pero estas dos fotos, estos dos retratos, se mantuvieron ahí, en mi pared. Y me di cuenta de que algo había pasado, de que nunca había hecho retratos antes. Aparecía gente en mis fotos de calle, pero aquello no eran retratos en los que te acercas a la gente y les dices “te necesito, quiero hacerte una foto”.
Foto: Joel Meyerowitz.
Pero, al llevar conmigo la voluminosa cámara de gran formato, me hice visible, mientras que con la cámara de 35mm era, de alguna forma, invisible para la gente. Y ahora que la gente me veía, se me acercaban y me preguntaban por qué usaba esa cámara tan grande, por qué me ponía esa tela negra sobre la cabeza… Es decir, tenía una presencia diferente.
Eso hizo que también yo mirara a la gente de una forma diferente y empecé a ver lo interesantes que somos todos y cada uno de nosotros. Así que empecé a hacer retratos. Yo iba con mi enorme cámara y cuando me cruzaba con alguien que me resultara interesante por cualquier motivo (porque eran tímidos, o fuertes, o agresivos…) los fotografiaba. Siempre era gente que me hacía sentir una conexión con ellos.
Foto: Joel Meyerowitz.
En dos años hice unos 1.500 retratos de extraños, una sola foto de cada uno de ellos. Eran personas cuyas vidas me parecían lo suficientemente interesantes como para querer penetrar en su espacio, hablar con ellos e intentar saber algo de ellos.
Foto: Joel Meyerowitz.
SU INSACIABLE CURIOSIDAD: EXPERIMENTANDO CON EL GRAN FORMATO
En una ocasión alguien me preguntó si alguna vez había sentido que, como fotógrafo, estaba en un callejón sin salida, que mis fotos no funcionaban. Y sí, me ha pasado, y esta foto marca uno de esos momentos.
Foto: Joel Meyerowitz.
Cuando usaba la cámara de gran formato, lo que estaba haciendo era hacerme preguntas sobre el espacio y el tiempo. Entonces traté de hacer una foto en la que un solo espacio pudiera dividirse en tres fotos, tres imágenes independientes en las que el horizonte actuara como nexo de unión. Hice unas cuantas fotos, pero sentía como si yo tuviera que ser el director de escena para poder hacer ese tipo de fotos. Hasta entonces, yo me había pasado toda la vida en las calles haciendo fotos de cosas que estaban fuera de mi control y no estaba nada seguro de poder hacer fotos que tuvieran un significado para mí si yo las dirigía o escenificaba. No me veía a mí mismo como una especie de director de Hollywood, alguien capaz de crear esos ‘tableaux vivants‘. Seguí intentándolo un tiempo hasta que me di cuenta de que no era lo mío.
Foto: Joel Meyerowitz.
EL ALZHEIMER DE SU PADRE Y UN VIAJE INTERGENERACIONAL POR CARRETERA
En 1995, mi padre desarrolló Alzheimer. Tenía 89 años. Empezó a deambular por los sitios, a perderse, no podía encontrar sus llaves ni otras cosas… Cuando fui consciente de ello, vi que había millones de personas que sufrían esa enfermedad y decidí ver si podía hacer algo por ellos. Entonces decidió hacer un viaje por carretera con él y con mi hijo, tres generaciones de mi familia, separadas la una de la otra por 30 años. Condujimos desde Florida a Nueva York y aproveché para hacer un documental, ‘Pop’ (forma informal de decir ‘Papá’ en inglés), que ha sido visto ya por más de 40 millones de personas.
Cartel del documental de Joel Meyerowitz
Hablando con él me di cuenta de que él sabía que algo iba mal, era algo con lo que él no podía lidiar, pero fue capaz de hacerme entender que lo sabía. Y en ese momento es cuando me di cuenta de que tenía que hacer una película sobre él. Porque él sabe que algo va mal y es mi obligación hacer un servicio público a la gente y enseñar a las familias del mundo lo que es el Alzheimer, para que puedan ayudar a sus abuelos o a sus padres cuando les diagnostican la enfermedad.
Me comprometí con ese proyecto que al final me llevó tres años de trabajo: busqué financiación, grabé la película, la edité, la distribuí… Fue un trabajo muy duro. Preguntadle a cualquier productor y os contarás la misma historia. Pero valió la pena y aprendí algo sobre lo que podríamos llamar conciencia social que ha tenido una gran importancia en el desarrollo posterior de mi trabajo.
Foto: Joel Meyerowitz.
LA BELLEZA DE LO SIMPLE
Después de ese paréntesis seguí trabajando con la cámara de gran formato y empecé a sentir que necesitaba un cierto grado de simplicidad. Necesitaba deshacerme de la mayor parte dela información y enfrentarme a la simplicidad. En este caso (en el de la foto de abajo), era la simplicidad del cielo, el horizonte y el agua.
Foto: Joel Meyerowitz.
CÓMO SE CONVIRTIÓ EN EL ÚNICO FOTÓGRAFO CON PERMISO PARA ESTAR EN LA ‘ZONA CERO’
En aquella época, yo tenía un estudio en Manhattan y estaba trabajando en una serie de fotos que sacaba mirando al sur desde la ventana del estudio. Saqué fotos de esa vista durante 15 años.
En el verano de 2001, estaba preparando una exposición que iba a llamarse “Looking South” (mirando al sur) y que se iba a hacer en una galería del Soho. Y después sucedieron los atentados del 11S: los edificios que estaban en mis fotos fueron destruidos. Sentí lo mismo que en el caso del Alzheimer de mi padre, sentí que, como neoyorquino, tenía que hacer algo para ayudar.
Foto: Joel Meyerowitz.
Fui a la Zona Cero como un ciudadano cualquiera, y me quedé mirando cómo el humo subía. Entonces saqué mi Leica solo para mirar a través de ella, no había nada que quisiera fotografiar, y en cuanto me puse la cámara frente a mi cámara alguien se me acercó por detrás, me pegó en el hombro y me dijo “nada de fotos, colega, esto es la escena de un crimen”. Me di la vuelta. Era una mujer policía y le dije que yo estaba “en un sitio público, la escena del crimen está ahí delante, así que no me digas que no puedo hacer fotos”.
Foto: Joel Meyerowitz.
Me dijo que iba a quitarme la cámara porque el alcalde había ordenado que no se permitiera hacer fotos. En ese momento me di cuenta de lo que podía hacer. Pensé: “Si no dejan hacer fotos, eso significa que no habrá ningún registro de lo que está pasando ahí y la historia se merece ser registrada”.
Me empeñé en encontrar la manera de entrar allí y documentar con mi cámara lo que estaba pasando. Y lo conseguí. Utilicé el mismo encanto del que me servía cuando fotografiaba las calles y me las ingenié para camelármelos. Superé la barrera de la presión política para que nadie entrara.
Foto: Joel Meyerowitz.
Estuve nueve meses fotografiando lo que sucedía en la Zona Cero e hice un total de 8.500 fotos de todo lo que allí pasaba.
En aquel tiempo que pasé con bomberos, trabajadores de la construcción y policías, estaba 14 horas al día en la Zona Cero y me sentí joven otra vez. Tenía el mismo apetito y la misma pasión que tenía en mis comienzos como fotógrafo. Y eso no tiene precio porque todos nosotros, a medida que nos desarrollamos profesionalmente, alcanzamos cierto nivel de confianza y nos acomodamos. Pero, a veces, aparece algo que te sacude, que te golpea, y hace que vuelvas a sentir esa vitalidad de los comienzos. Merece mucho la pena.
Foto: Joel Meyerowitz.
Aquellos días fueron memorables, están entre lo más felices de mi vida. Desafortunadamente, fueron fruto de una tragedia, pero trabajar con aquellos hombres y mujeres en la Zona Cero fue tremendamente satisfactorio.
Todo aquello afectó a mi vida porque mucho del trabajo que hago ahora tiene un mayor componente social.
Foto: Joel Meyerowitz.
‘SOMOS JARDINEROS EN EL JARDIN DE LOS MUERTOS’
Una cosa que me impresionó fue ver cómo al final de cada día extendían los escombros en un terreno de más de 100 metros de largo. Después los rastrillaban en busca de huesos o dientes o algo de lo que pudieran extraer ADN para identificar a los muertos.
Un día me acerqué a un bombero que se dedicaba a rastrillas aquellos escombros y le dije “haces esto todos los días…”. Y me contestó, “sí, buscamos restos de compañeros, de otras víctimas…. Somos como jardineros en el jardín de los muertos”. Esas palabras hicieron que me sintiera tan conmovido por ese montón de suciedad… y me pareció tan alucinante que aquello me hiciera sentir la necesidad de sacar una foto de algo tan tonto como una pila de escombros…
Foto: Joel Meyerowitz.
En esa misma época, a mi mujer (la escritora Maggie Barrett) y a mí nos encargaron hacer un trabajo sobre la Toscana. Invertí el primer adelanto económico que nos hicieron para ese encargo en mi trabajo en la ‘Zona Cero’, hasta que mi editor me dijo que me fuera de una vez a la Toscana.
Volamos allí en enero, cuando las cosas estaban más tranquilas en la ‘Zona Cero’, y lo primero que vi fue un parcela de tierra que había sido removida y estaba congelada. En aquella época, el terrorismo era un miedo persistente en nuestras vidas y, viendo aquella tierra, sentí que, en Italia, la gente que labraba la tierra tenía una actitud positiva ante la vida, de la bondad, de que la vida sigue. Y ahí decidí que el libro de la Toscana trataría de la belleza que nace de la ausencia de miedo, y no sobre el terrorismo.
La Toscana. Foto: Joel Meyerowitz
CÓMO SU ADMIRACIÓN POR CÉZANNE Y MORANDI LE LLEVA A HACER BODEGONES
Este es el sombrero de Cézanne. Lo podéis ver en Aix-en-Provence, en una balda del estudio de Cézanne. Hace unos años estaba haciendo un trabajo sobre la Provenza y visité el estudio de Cézanne. Me quedé tan impresionado al ver que él había pintado las paredes de su estudio de gris oscuro… Me pregunté qué era lo que pasaba por su cabeza cuando sintió la necesidad de hacer eso.
Para intentar comprenderlo, pregunté a los responsables de su estudio si podía coger sus objetos, ponerlos encima de la mesa y fotografiarlos con la pared gris de fondo. Quería entender mejor lo que Cézanne pensaba y eso, para mí, era como hacerle un homenaje.
Fotografié entre80 y 85 objetos y algunas de las fotos las imprimí en gran tamaño, de tres metros de alto, en esta forma de cuadrícula, para que pudieran verse y estudiarse mejor.
Fotos: Joel Meyerowitz.
Esta experiencia me animó a dar un paso más y fui a ver el trabajo de Morandi, otro de mis pintores favoritos. Fui a su estudio y eché un vistazo a sus objetos, y me di cuenta de que cada vez me interesaba más hacer bodegones, pero hacer bodegones simples, nada de organizar objetos. Puedes encontrarte con cosas que ha dejado la gente sobre una mesa y hacer una foto, pero no me interesaba organizar esos objetos. Lo cierto es que nunca había hecho bodegones hasta entonces.
Estando allí, en su estudio, me di cuenta de que la luz que yo estaba viendo era la misma luz que observó Morandi. Y pensé: ¿quizás hay algo que pueda aprender sobre la vida de estos objetos? ¿tienen alma? Quise descubrirlo a través de mi cámara. Sin la pretensión de hacer algo bello, sino buscando aquello que existía dentro de esos objetos. Averiguar parte del misterio que Morandi dejó atrás.
Foto: Joel Meyerowitz.
Y aquí estoy ahora, interesado en hacer bodegones. Es algo que está muy alejado de la fotografía de calle, pero lo cierto es que para hacer bodegones uso una energía parecida a la que usaba cuando hacía foto de calle. Sigo fijándome en cómo las cosas se agrupan, cómo se relacionan entre sí… No se trata de belleza, de esa belleza convencional que surge cuando organizas los elementos y construyes una bonita composición, se trata de intentar encontrar en estos objetos, que no son más que cosas usadas, deshechos, encontrar su ánima, su espíritu.
He hecho unos cuantos bodegones de estos que son… raros. Ni siquiera yo puedo explicarlos. Es lo que estoy haciendo ahora, y me resulta tremendamente divertido. Para mí es como tener una conversación con objetos que fueron desechados y tirados por ahí. No sé a dónde me va a llevar esto, solo sé que cuando voy a mi estudio cada día y empiezo a trabajar con estos objetos siento un gran placer.
Puede que todo esto tenga que ver con la edad. Si echamos un vistazo a la historia del arte, vemos que, cuando los artistas llegan a cierta edad, empiezan a pintar las cuatro estaciones, o pintan una calavera… Es la sensación de que la muerte se acerca, que es inminente, y eso hace que la gente piense las cosas de manera diferente. Así que lo que estoy haciendo es rescatar estos objetos muertos y traerlos de nuevo a la vida, brevemente, por un momento.
A veces, estos objetos tienen una conversación entre ellos que a mí me resulta muy divertida, y es algo que me maravilla, que algo así me interese.
Foto: Joel Meyerowitz
Esta (por la de arriba) es mi última foto, es un autorretrato (se ríe). Es donde me encuentro ahora mismo. En el curso de mi vida, la fotografía me ha ayudado a encontrarme a mí mismo de muchas y muy diferentes maneras. Es un medio, el de la fotografía, ante el que me arrodillo y al que reverencio por el don y el regalo que me ha sido concedido.
Hay quien dice que París jamás se vio tan hermosa como bajo la mirada de André Kertész y Brassai. Que nunca una ciudad inspiró tanto a dos fotógrafos. Que sus noches jamás tuvieron tanta poesía. Ni tanto misterio. Que hay quien aún cree ver, bajo el manto de la noche, a un fotógrafo cargado con su cámara de placas; un hombre que observa, coloca su cámara y fuma mientras espera… Y que después se desvanece en la niebla.
A Brassai el novelista Henry Miller lo llamó “el ojo de París”. Ante Kertész y su talento se postró el mismísimo Henri Cartier-Bresson. “Cualquier cosa que hagamos, André Kertész la hizo antes”, dijo una vez. El talento de ambos dibujó el París de una época, pero su legado, el de ambos, va mucho más allá: Brassai fue el mago de la noche, el maestro que popularizó y convirtió a su vez en arte la fotografía nocturna. Kertész fue un virtuoso de la composición, el hombre que dejaba un trozo de su propia alma en cada una de sus fotos: “Soy incapaz de tener una cámara en las manos y no expresarme a través de ella”, decía.
‘Boy holding puppy’ (Niño sujetando un cachorro), 1928. Foto: André Kertész.
Kertész y Brassai tenían mucho en común y les unió una gran amistad… No exenta de altibajos y algún que otro encontronazo, como veremos después. Ambos eran húngaros, de edades parecidas, y París fue la ciudad con la que soñaron desde niños. A ambos les tocó esperar para cumplir su sueño. La madre de Kertész, tras la guerra, quería tener a sus hijos cerca y no dio permiso a André para marcharse hasta 1925, viendo que en Hungría difícilmente podría hacer carrera con la fotografía.
‘Couple at the circus’ (Pareja en el circo), Budapest, 1920. Foto: André Kertész
Fui a París porque sentía que tenía que ir, no sabía por qué. Tenía una pequeña cantidad de dinero para vivir durante un tiempo, tenía mi creatividad y tenía mis sueños. Éramos tres hermanos; mi padre había muerto y mi madre quería que la familia permaneciera unida. En 1925, sin embargo, ella me dijo que, si todavía quería ir a París, debía irme; que ella no quería detenerme: “Tienes razón, hijo, no hay lugar para ti aquí. Lo que quieres hacer, no puedes hacerlo aquí. Vete, muchacho”. Así que me fui. Partí hacia París el 25 de agosto, o tal vez era septiembre.
André Kertész, ‘Self-portrait with camera’ (autorretrato con cámara), 1936
En el caso de Brassai, su padre era profesor de literatura francesa y había vivido en París. Siempre quiso que su hijo visitara la ciudad. Lo llevó allí con apenas cuatro años y no pudo volver hasta que tuvo 25 años, en 1924, un año antes de que lo hiciera Kertész.
Otro punto en común es que ambos cambiaron sus nombres cuando estaban ya instalados en la capital francesa. Kertész, cuyo nombre de pila original era Andro, sustituyó éste por André, mientras que Brassai dejó de lado su verdadero nombre, Gyula Halász, y empezó a firmar sus trabajos con un pseudónimo basado en el nombre de su ciudad natal, Brassó.
Pero la actitud de ambos durante sus primeros meses en París fue bien diferente. Kertész, un autodidacta que ya había dado sus primeros pasos en su Hungría natal, llegó con algo de dinero ahorrado y siguió haciendo fotos y mostrándolas en círculos artísticos hasta conseguir trabajar para varias revistas.
Mi trabajo pasó por muchas manos, por los cafés, y muchas personas llegaron a conocerlo. Entonces me hacía feliz regalar fotos a mis conocidos, imágenes que hoy en día podría vender por quince o veinte mil dólares. Pero nunca tuve cabeza para los negocios, y ahora no veo un centavo de todo ese dinero.
Plaza de la Concordia, París, 1928. Foto: André Kertész
Después de más de un año dando vueltas, un distribuidor me organizó una exposición. Gracias a eso, poco a poco, fui recibiendo invitaciones y encargos; las cosas iban bien. Me había nutrido artísticamente en Budapest, y ese espíritu se adaptaba perfectamente a los franceses. Ellos decían que yo estaba captando el espíritu parisino; lo que no sabían era que lo que yo hacía era mitad París, mitad Budapest.
Meudon, 1928. Foto: André Kertész
El caso de Brassai fue diferente. Mientras Kertész ya era fotógrafo cuando con 30 años se instaló en París, su compatriota no lo era. Había estudiado pintura y escultura en Berlín, donde también trabajó como periodista, y era a eso a lo que quería dedicarse. Pero durante las primeras semanas, optó por conocer París a fondo, enamorado del ambiente artístico y bohemio de la ciudad. Era un hombre atractivo, con talento y don de gentes, y se integró perfectamente en el grupo de artistas e intelectuales que por aquel entonces frecuentaban París.
No pinté nada durante cinco o seis años; la vida allí me resultaba muy excitante y me dediqué a vivir un poco. Hice algún trabajo periodístico para medios alemanes y húngaros y así poder sobrevivir.
Brassai, ‘Self-portrait in the darkroom’ (autorretrato en el cuarto oscuro), 1932
Todo fue bien hasta que el dinero comenzó a escasear. Fue en ese momento cuando los caminos de Brassai y André Kertész se cruzaron. El segundo trabajaba ya para revistas y vivía de sus fotografías, mientras que el primero jamás había hecho una foto.
No era fotógrafo, ni siquiera soñaba con la fotografía, era algo que ignoraba e incluso desdeñaba en aquella época.
Foto: Brassai
Es aquí cuando las versiones de ambos fotógrafos comienzan a diferir. Brassai, incluso, da diferentes versiones del encuentro con Kertész y de lo que éste supuso en su iniciación en la fotografía. En algunas entrevistas, apunta a Kertész como el instigador de su interés por el medio; en otras, sin embargo, como en ésta que le hizo el también fotógrafo Tony Ray-Jones en 1970, parece citar de refilón la figura de su amigo y compatriota cuando habla de sus comienzos:
Tony Ray-Jones: ¿Cómo empezaste en la fotografía?
Brassai: No me gustaba la fotografía en absoluto. Con veinte años no había fotografiado nada. Empecé cuando tenía unos treinta años, en París. Caminé mucho de noche por la ciudad y vi muchas cosas. Buscaba un medio para expresar lo que veía y una mujer me prestó una pequeña cámara. Entonces, en 1930, comencé a tomar fotos nocturnas. Conocí a André Kertész y trabajé con él haciendo artículos para revistas, pero sobre todo quería fotografiar la noche, que era lo que me entusiasmaba. Continué por mi cuenta e hice un trabajo sobre las paredes de París.
Tony Ray-Jones: ¿Alguna vez fuiste influenciado por otros fotógrafos?
Brassai: En realidad no. Conocía a Andre Kertesz. Quizás el pintor Georges de la Tour me influyó un poco en París con sus pinturas a la luz de las velas, que me dieron una idea del efecto que las cosas pueden producir de noche, las cosas ocultas y las luces disimuladas.
Foto: Brassai
Sin embargo, la versión de Kertész es ligeramente diferente y es la que habitualmente se da por cierta. Según esta versión, fue el propio Kertész quien animó a Brassai a probar con la fotografía como medio para ganarse la vida, y fue él, también, quien le enseñó todo lo que debía saber sobre técnica y composición. Pero además de eso, le enseñó algo por lo que después sería reconocido internacionalmente: a hacer fotos por la noche.
Foto: André Kertész
Pero Brassai, además de no reconocerlo abiertamente, tuvo un mal gesto que a punto estuvo de terminar con la amistad entre ambos. Así es como lo cuenta el propio Kertész en una entrevista que le hicieron para un medio húngaro varios años después:
A Brassai le tenía mucho cariño. Era un genio: un pintor maravilloso, un dibujante maravilloso, un caricaturista maravilloso y un buen escritor. Lo conocí cuando vivía en París.
Su padre era periodista en Transilvania, en Brassó. De allí se fue a Berlín, y luego, creo, vino a París y simplemente trabajó y trabajó. Era inteligente, le tenía mucho cariño, un tipo agradable. Pero tenía problemas en su día a día; le sucedieron algunas cosas… No tenía dinero para pagar el alquiler y cosas así.
Casa Suzy, 1932. Foto: Brassai
Un día le dije: “Mira, lo que estás haciendo es una locura. Dedícate a la fotografía. Puedes ganar el dinero que necesitas haciendo fotos, y luego no te preocupes, tendrás dinero para todo: podrás pintar, si eso es lo que quieres, hacer esculturas, si lo deseas, sin problemas. Puedes conseguir todo eso fácilmente con la fotografía”.
París, 1926. Foto: André Kertész
“¡No! ¡no! ¡y otra vez no!”, era su respuesta. Entonces le dije: “Acompáñame y te enseñaré cómo hacerlo”. Me lo llevé conmigo a un encargo tras otro y le enseñé lo que hay que saber sobre técnica y composición, como si fuera un hermano. En una palabra: todo. Le dije: “Eres brillante, tienes gusto. Aprenderás y ya verás: el dinero vendrá rodando”.
Hice fotos con él durante un tiempo, y luego le dije que probara por su cuenta. Volvió, y lo que me enseñó eran ‘fotos de Kertész’, en todos los sentidos. “¡Muy bien! ¡Prueba de nuevo! ¡Inténtalo!”, le dije, hasta que me pareció que ya estaba preparado. También le enseñe cómo sacar fotos de noche.
Me enteré de que habían convertido una barcaza en un alojamiento para dormir, e hice un reportaje fotográfico sobre ese tema. “¡Ven conmigo!”, le dije. En aquel momento, no había flashes; así que usé largos tiempos de exposición. Salí, subí al Pont des Arts, y allí estaba la barcaza.
Instalé la cámara y comencé a hacer una larga exposición: necesitaba ocho o diez minutos, o seis, si el lugar estaba iluminado. Pero estaba oscuro, así que no tenía idea de lo que saldría, porque todavía no había medidores de luz, nada. Bueno, lo que hice fue repetir las exposiciones; es decir, hice dos negativos, puede que también un tercero, y luego elegía el mejor para imprimir.
‘Daisy Bar, 1934’. Foto: André Kertész
Recuerdo que olvidé decirle lo que estaba haciendo. Estábamos charlando mientras yo configuraba la cámara y en una de estas me preguntó: “¿No estás haciendo una foto?” “Claro”, le dije, “eso es lo que estoy haciendo”. Y entonces se lo expliqué todo. Le dije que debía probar, le dejé la cámara y él hizo un intento.
Después, él tuvo un éxito fantástico con ese tipo de fotografía. Rompí mi amistad con él más tarde porque me hizo una jugarreta. Yo había hecho una sesión de fotos y él sabía qué fotos tenía yo, le había explicado todo hasta el último detalle de aquella sesión. Luego desapareció durante tres semanas. Mientras tanto, Tihanyi (el pintor Lajos Tihanyi) me dijo que Brassai había vendido mis fotos para un libro.
Resulta que le ofreció los materiales a un editor cuya oferta yo no estaba dispuesto a aceptar. Ese editor me había hecho una oferta para un libro después de mi primera exposición, pero era una oferta que apestaba, porque yo me quedaba con el 10 % de los beneficios y él con el 90 %. Yo les había contado eso a mis compañeros, pero Brassai copió mi material a mis espaldas y se lo ofreció al editor.
‘Sillas en los Campos Elíseos’, 1927. Foto: André Kertész
Cuando me encontré con él tres semanas después, le dije: “He oído lo que has hecho. ¡Debería darte vergüenza!” Y él me dijo: “Sí, lo hice, te guste o no”. Un par de semanas después yo ya me había olvidado del asunto.
Les hablé de él a las revistas para las que yo trabajaba y les pedí que le dieran algún encargo. ¿Se puede hacer más? Yo le ayudaba; incluso hablé con reporteros de periódicos. En este negocio, él era una persona de éxito, un individuo maravilloso y con talento.
Foto: Brassai
Todo indica que este suceso acabó distanciando a ambos fotógrafos, pero que con el tiempo retomaron su amistad. Así, Brassai jamás negó el talento de Kertész aunque no dejara nunca muy claro cuál fue su papel en sus comienzos:
Kertész tenía dos cualidades esenciales para un buen fotógrafo: una insaciable curiosidad por el mundo, por la gente y un sentido preciso de la forma.
Kertész fue, precisamente, el autor de uno de los retratos más conocidos de Brassai. Se lo hizo en París, en 1963, y lo tituló “My friend Brassai (mi amigo Brassai), Paris, 25 november 1963″.
Retrato de Brassai hecho por Kertész en 1963
Lo cierto es que la huella de Kertész puede verse en varias fotografías de Brassai, sobre todo en aquellas que hizo en sus comienzos. Hay veces que coinciden en los motivos, pero también hay reminiscencias en temas, poses y en la forma de componer.
‘Satiric dancer’ (bailarina satírica), 1926. Foto: André Kertész
‘Modernist study of a dancer reclining’ (Estudio modernista de una bailarina reclinada), 1930. Foto: Brassai
Pero también es cierto que ambos retrataron la ciudad de París de forma diferente, mostrando realidades y perspectivas bien distintas. El París de Kertész es el París de las geometrías, de los juegos de sombras, de los viandantes, de los detalles, de la poesía y el París de la luz. También, puntualmente, el de la noche, con fotografías que nos recuerdan irremediablemente a Brassai.
Rue der Vertus, Paris, 1926. Foto: André Kertész
Su aventajado alumno, por su parte, miró cara a cara al París más oscuro, no solo por su temática nocturna, sino porque supo ver el encanto oculto de la ciudad prohibida, los lugares que marcaban el pulso de ese otro París que no retrató Kertész. Así, su cámara captó, por ejemplo, a prostitutas y homosexuales. Consiguió entrar en Le Monocle, un famoso club de lesbianas de la época, y en un burdel llamado Suzy’s. Le gustaba decir que era un animal nocturno, como Drácula, que nació a pocos kilómetros de su casa. Su trabajo en aquellos lugares se ha ganado, por derecho propio, un lugar en nuestra memoria y en la historia de la fotografía.
‘Lesbian Couple at The Monocle’ (Pareja de lesbianas en el Monocle), 1932. Foto: Brassai
Brassai se vivió en Francia hasta su muerte, en 1984, a los 84 años, mientras que Kertész, de origen judío, se vio obligado a emigrar a Estados Unidos en 1936, ya que las presiones políticas y el inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial hicieron que sus encargos fueran cada vez más esporádicos. No fueron años fáciles para él, que se vio obligado a empezar prácticamente de cero y siempre se quejaba que los editores y los críticos americanos no sabían apreciar su trabajo. No, al menos, como lo hicieron en Francia durante su época dorada, a finales de los años 20 y principios de los 30. Murió en Nueva York, en 1985, un año después que Brassai, mientras dormía. Tenía 91 años.
NOTA de la autora: La ya famosa e incomprensible política de Facebook respecto a los desnudos me ha obligado a “intervenir”, muy en contra de mi voluntad, la maravillosa imagen de Tomoko y su madre tomada por Eugene Smith. Muchos de los que seguís el blog lo hacéis a través de Facebook y acostumbráis a compartir los post (lo que agradezco un montón), así que he decidido “tapar” a Tomoko y evitar así que Facebook os castigue y bloquee vuestros perfiles durante un tiempo, como me ha pasado a mí. Por eso, os pido disculpas. Ahora sí, disfrutad del post (con la foto intacta en su interior) y compartidlo sin miedo.
Las fotografías que Eugene Smith tomó a finales de la década de 1960 en el pueblo pesquero japonés de Minamata (…) nos conmueven porque documentan un sufrimiento que despierta nuestra indignación y nos hacen alejarnos porque son excelentes fotografías de la agonía, imágenes que se ajustan a estándares surrealistas de belleza.
Son palabras de Susan Sontag en su célebre ensayo “Sobre la fotografía“, publicado por primera vez en 1973 (en España se publicó en 1981).
“El baño de Tomoko” (Tomoko in her bath) es una de las fotografías más conocidas de la historia de la fotografía documental y de la fotografía en general, una de las imágenes más recordadas del gran fotógrafo estadounidense Eugene Smith. También es, por derecho propio, la representación fotográfica más famosa y real de uno de los grandes clásicos del arte de todos los tiempos: La Pietà (La Piedad) de Miguel Ángel, de 1499, la escultura que representa a Cristo crucificado en brazos de la Virgen María.
Pero esta foto, además de ser todo un símbolo en la lucha contra la contaminación ambiental y la injusticia en general, acabó sentando un curioso, comprensible pero también peligroso precedente en lo que respecta al tema de los derechos de autor o, más concretamente, a los derechos de exhibición y reproducción de una obra. Pero vayamos por partes.
Estamos en Minamata, una pequeña población pesquera en la costa oeste de Kyushu, en Japón. A punto de cumplir 53 años, el fotoperiodista Eugene Smith está de gira por el país para exhibir algunas de sus obras. Es un documentalista especialmente comprometido con la verdad desde que a los 18 años, y a consecuencia del suicidio de su padre, vio cómo los medios de su localidad natal tergiversaban todo lo relacionado con el fatal suceso. Smith es además un perfeccionista patológico con un carácter tormentoso, lo que le ha acarreado ya más de un problema con las publicaciones para las que trabaja.
Eugene y Aileen Myoko Sprague, una estudiante estadounidense de la Universidad de Stanford de origen japonés que hace labores de traductora para el fotógrafo (y que al final se acabará casando con él) llegan a la región en 1971. Escuchan historias de gatos domésticos que se vuelven locos y se arrojan al mar, de pescadores locales a los que las extremidades les hormiguean y entumecen, de mujeres que dan a luz prematuramente o tienen bebés ciegos y deformes.
Es la llamada “enfermedad de Minamata”, un mal neurológico causado por los vertidos que la corporación Chisso, una industria química, ha realizado entre 1932 y 1968. Las aguas tienen niveles muy altos de mercurio y la población lleva años intoxicándose con ella ante la indiferencia de Gobierno y autoridades.
El plan inicial de quedarse en la zona durante tres semanas cambia, y Smith y Ayleen acaban prolongando su estancia durante tres años. Alquilan una casa a una de las víctimas de la intoxicación y allí es donde viven y revelan las fotos.
Durante el tiempo que estuvo en Minamata, Smith hizo miles de fotografías que sirvieron para ilustrar artículos en varias revistas, montar exposiciones y publicar un libro monográfico. Pero el estadounidense necesitaba una imagen que resumiera toda aquella situación, una en la que se viera el horror, pero también la dignidad y la perseverancia con la que aquellas gentes hacían frente a su complicado día a día. Él mismo plasmó ese deseo en palabras cuando conoció a la familia Uemura:
En mi mente fue creciendo la idea de que, para mí, el símbolo de Minamata era una foto de esta mujer y su hija Tomoko. Un día, simplemente, me dije: intenta conseguir esa imagen simbólica.
Finalmente, la imagen “sucedió” en una fría tarde de diciembre de 1971, con Ryoko Uemura (la madre), Tomoko, Smith y Aileen acurrucados en el pequeño baño.
En la foto se ve a la madre de Tomoko, Ryoko, sosteniendo amorosamente a su hija impedida y deforme mientras la baña en la típica estancia japonesa. Tomoko nació paralítica y con severas deformidades tras haber absorbido enormes cantidades de mercurio cuando estaba en el útero de su madre. Esta la mira con un amor infinito, y es que Tomoko, en cierto modo, “salvó” a su familia:
Tomoko me sacó todo el mercurio que yo había ingerido. Nació con la carga de ese mercurio venenoso; por eso yo no caí enferma los otros seis hermanos que vinieron después nacieron sin problemas. Tomoko es el pequeño tesoro de la familia.
Entre todos los niños afectados por la enfermedad, Tomoko fue, con diferencia, la que padeció los síntomas más graves. Murió en 1977, a los 21 años de edad.
La fotografía es bellísima, y tanto la composición como la luz son perfectas. La forma en que su madre parece mecer a Tomoko, la forma en que la mira, los ojos de Tomoko que apuntan hacia arriba, hacia esa luz casi celestial que “acaricia” a ambas y las hace resaltar sobre un fondo sumido en profundas sombras. Por un instante nos parece escuchar a la madre de Tomoko tarareando una dulce canción y oír el suave y constante sonido tranquilizador del agua. Es, sin duda, una de las fotografías más hermosas que jamás se han tomado. Y, a su vez, una de las más profundamente trágicas.
Pero, curiosamente, esta fotografía no aparece en las publicaciones que sobre la obra de Eugene Smith se han hecho en los últimos años. ¿Cuál es el motivo? Ni más ni menos que un extraño giro en lo que respecta a los derechos de reproducción y exhibición de la imagen. Lo cuenta Jim Hughes, creador y editor de la revista Camera Arts Magazine y amigo personal de Eugene Smith en un artículo que escribió para The Digital Journalist y que reproduzco, traducido y adaptado, a continuación:
La foto llegó a mis manos de manera fortuita. Yo acababa de publicar el ensayo “Minamata”, una denuncia devastadora de la avaricia de la industria y el consecuente genocidio ambiental, en la revista fotográfica Camera 35, y lo hice tal como fue fotografiado, diseñado y escrito por el propio Eugene, con la inestimable ayuda de su mujer Aileen.
Poco después de eso, me encontré encabezando una campaña de recaudación de fondos para traer a Gene a casa después de que hubiera perdido gran parte de su visión debido a una paliza terriblemente cruel que matones de la compañía responsable del desastre le dieron con la intención de evitar que continuara atrayendo la atención del mundo hacia las desgraciadas víctimas del envenenamiento por mercurio.
Ya de vuelta en Estados Unidos, y bajo el cuidado de un osteópata de confianza, Gene comenzó recuperar lentamente la salud. Un día, se llevó a mi esposa a un lado para que yo no pudiera oir lo que decían y le preguntó: “¿No se acerca el cumpleaños de Jim?” “Sí, más o menos en un mes”, le respondió mi mujer. “Nunca usa un reloj, ¿tiene uno?” Gene quería saberlo. “Ninguno que funcione”, le informó ella. “Entonces me gustaría comprarle un reloj de pulsera para su cumpleaños”, anunció Gene, con evidente satisfacción por haber percibido una necesidad. “Si realmente quieres hacerle un regalo, creo que otra cosa le gustaría más”, le sugirió Evelyn. Gene parecía perplejo y un poco abatido. “Le haría ilusión que le regalaras una copia de una de tus fotografías”, dijo. “¿Una copia?”, preguntó Gene. “¿Prefiere tener una copia de una de mis fotos antes que un reloj?” Parecía realmente sorprendido, según me dijo mi esposa más tarde. Incrédulo, incluso. “Sí”, le insistió a Gene, “una copia de ‘Tomoko’ le haría muchísima ilusión”.
Y así fue como en mi 37 cumpleaños recibí, no un Bulova (marca estadounidense de relojes de lujo), sino una gran impresión de 11×18 de “Tomoko Uemura in Her Bath” (El baño de Tomoko). Era una impresión original, de hecho, que había sido hecha en la revista, pero algo baja de calidad para ser utilizada. Estaba firmada en una de las áreas oscuras de la imagen con un bolígrafo negro (práctica conocida en los círculos artísticos como un “stylus”) y tratada y enmarcada por el antiguo distribuidor de Gene, Lee Witkin (al que, comprensiblemente, no le hizo ni pizca de gracia, por lo que me dijeron, haber “perdido” una rareza como aquella, que podría haber aprovechado para vender).
Un año después de la prematura muerte de Gene, y después de lidiar con mis dudas durante muchos meses, llegué a la conclusión de que no me quedaba otra que escribir su biografía, una responsabilidad abrumadora de cuya verdadera entidad no fui consciente. En última instancia, se trataba de fusionar la vida increíblemente desordenada de este hombre complejo con todas las fotografías maravillosamente perfectas que había logrado hacer durante los 40 años que estuvo en activo. Aquello se convirtió en una obsesión que me llevaría más de diez años.
Y durante todo ese tiempo, colgada en una pared justo encima de la pantalla de mi ordenador, donde mis ojos cansados no podían dejar de posarse, estaba el retorcido cuerpo de Tomoko, una bendita niña obligada a soportar las consecuencias de los pecados de otros, un inocente ser que parecía flotar bajo la mirada protectora de su madre, y que sirvió de recordatorio constante de la tremenda importancia de mi tarea.
La fotografía de Tomoko cobró notoriedad a nivel mundial cuando se publicó por primera vez en Life. Era la pieza central de una versión anterior fallida y, para Gene y Aileen, insatisfactoria de “Minamata”.
En esa misma edición de 1972 de Life, el medio que le había dado la posibilidad a Gene de llegar a un público más numeroso antes de su dramática y furiosa salida de la revista en 1954, el semanario informaba, con textos y fotografías a todo color, de las “trágicas” consecuencias del ataque que la famosa “Pietá” de Miguel Ángel sufrió en el Vaticano a manos de un fanático armado con un martillo y que aseguraba a gritos ser Cristo resucitado. Era como si, con la representación de una nueva obra maestra tomada directamente de la vida contemporánea (la foto de Smith), el mundo hubiera cerrado el círculo y se hubiera vuelto loco en el proceso.
Y ahora, años después, llega otra coincidencia. Casi al mismo tiempo en que me enteré de la muerte de la revista Life, que ya antes había pasado de ser semanal a mensual, recibí la triste noticia de que la fotografía de Tomoko había sido retirada de la circulación. Mi primer pensamiento fue que esta paralítica pero hermosa víctima de envenenamiento por mercurio fetal, que murió de neumonía en 1977 a los 21 años de edad, había tenido que soportar una segunda muerte. Para mí, de alguna manera, el espíritu de Tomoko había seguido viviendo en la fotografía de Gene, un símbolo de todo lo malo, y lo bueno, en este mundo que ocupamos los humanos.
A primera vista, hay una lógica innegable, una especie de justificación emocional, en esa decisión. La fotografía, que muestra a una niña desnuda y extremadamente vulnerable siendo bañada por su madre en una estancia tradicional japonesa siempre ha sido vista como un momento extremadamente privado al que el mundo exterior había accedido a través de la tragedia. Pero, aunque Gene y Aileen se habían hecho íntimos de la familia, incluso habían cuidado a los niños, Gene era, después de todo, un fotoperiodista que estaba haciendo su trabajo. Y lo cierto es que, en el fotoperiodismo, es inevitable que se produzca un cierto nivel de intrusión, especialmente cuando se documenta a personas víctimas de situaciones difíciles.
Gene me contó que, aunque lo que quería era una fotografía que mostrara claramente el cuerpo deformado de Tomoko, fue Ryoko Uemura, la madre, quien sugirió hacer la foto en el momento del baño. Obviamente, dio permiso Gene y a Aileen no solo para hacer la foto, sino también para usarla con fines que ella creía que podrían beneficiar a los habitantes de la aldea en la que vivían, así como a todas las víctimas del mundo.
La foto de Tomoko no fue un disparo cazado al vuelo, un momento robado, fue planeada y bien preparada, incluso se usó un flash complementario. Como sucede con cualquier buen “retrato”, esta imagen tan potente fue el resultado de una colaboración efectiva, o un diálogo visual, si se desea, entre sujeto y fotógrafo.
Ahora, muchos años después de aquel momento, es evidente que al padre de Tomoko le han surgido dudas. “Me dijeron que Tomoko parecía exhausta cuando salió del baño”, escribió recientemente Yoshio Uemura sobre la tensión que su hija debió soportar. “La fotografía se hizo mundialmente famosa y como resultado de ello nos pedían un número cada vez mayor de entrevistas. Pensando en ayudar en la lucha contra la contaminación, cerramos entrevistas y sesiones de fotos mientras organizaciones que trabajaban en nuestro nombre usaban frecuentemente la foto de Tomoko… Empezaron a circular rumores por todo el vecindario que decían que estábamos haciendo dinero con toda esa publicidad, pero eso no era cierto… Nunca soñamos con que una fotografía como aquella pudiera ser comercial.”
Conociendo a Aileen, dudo que ella personalmente se haya beneficiado de la imagen durante los años siguientes: es más probable que haya canalizado cualquier ingreso derivado de las fotografías de Minamata a las diversas causas ambientales que ha seguido impulsando en Japón.
“No creo”, continuó el padre, “que nadie fuera de nuestra familia pueda ni siquiera imaginar lo insoportable que se volvió nuestro día a día como consecuencia de aquellos rumores tan persistentes… Aunque ella no podía hablar por sí misma, estoy seguro de que Tomoko sintió que su familia estaba preocupada por ella… Ya nunca sonreía y parecía debilitarse progresivamente… Aparte de las inyecciones y medicamentos que disminuían un poco su dolor, lo único por lo que Tomoko vivía era el amor de su familia… y seguramente fue eso lo que le permitió vivir tanto”.
En 1997, 20 años después de muerte de aquella muchacha, una productora de televisión francesa contactó con la familia de Tomoko para poder usar “Tomoko in Her Bath” en un programa sobre las 100 fotografías más importantes del siglo XX. Querían incluir, además, otra ronda de entrevistas con la familia. De hecho, los productores contactaron primero conmigo, y lo les proporcioné el contacto de Aileen Smith en Japón. Como resultado de su acuerdo de divorcio, y tras la muerte de Gene, Aileen había sido nombrada única propietaria de los derechos de autor de las fotografías de Minamata (los derechos de autor del resto de sus fotografías fueron para en sus cinco hijos). Estoy seguro de que Aileen puso en contacto a la productora con Yoshio Uemura, que en este caso no solo rechazó la solicitud para hacer entrevistas, sino que se negó a permitir que la imagen de Tomoko siguiera siendo, en su opinión, explotada.
“Quería que dejaran descansar a Tomoko y ese sentimiento no hacía más que crecer”, escribió. Al enterarse de esta decisión y de su evidente angustia, Aileen viajó a Minamata para reunirse con la familia. Su respuesta fue realmente sincera: Decidió “devolver” la fotografía a Yoshio y Ryoko Uemura y les cedió “el derecho a decidir sobre su uso”.
“En general, el derecho de autor de una fotografía pertenece a la persona que la hizo”, escribió posteriormente Aileen, “pero el modelo, o el sujeto, también tiene derechos, y creo que es importante respetar los derechos y sentimientos de otras personas … la fotografía ‘Tomoko es bañada por su madre’ (un título alternativo) no se utilizará para ninguna publicación nueva. Además, agradecería que los museos, etc. que ya poseen la foto, o la están exhibiendo, tomen en cuenta la anterior consideración antes de exhibirlo en el futuro”.
Ciertamente aprecio, e incluso comparto, el respeto de Aileen Smith por los sentimientos de los Uemura y por proteger la memoria de Tomoko. Estoy seguro de que Gene Smith también lo haría. Pero mi principal preocupación es el precedente que seguramente se establece mediante la transferencia del control sobre una fotografía, o cualquier obra de arte, al sujeto representado en ese trabajo. Comprendo los derechos de los sujetos, vivos o muertos, a que se respete su privacidad, a que estén a salvo de una violación cruel y a que su integridad sea defendida (he escrito mucho sobre este asunto que resulta ser bastante complejo).
Dicho esto, sin embargo, también creo que los artistas, vivos o muertos, merecen tener sus derechos protegidos. Asimismo, el público tiene derechos a tener en cuenta, especialmente cuando un trabajo ha entrado en nuestra conciencia de la manera en que lo ha hecho “Tomoko”. Imaginad, por ejemplo, la mencionada “Piedad” de Miguel Ángel retirada para siempre de la vista del público. O que la “Mona Lisa”, de Leonardo, nunca se hubiera mostrado en público porque, poco después de que se pintara, la familia de la retratada sintió que la pintura hacía referencia a un asunto escandaloso y exigió su destrucción.
En el caso de la fotografía, sería como eliminar a la “Madre migrante” de Dorothea Lange de la historia de la fotografía documental. O al niño sosteniendo unas granadas de juguete de la obra de Diane Arbus. O a la chica del Napalm corriendo desnuda de la historia del conflicto de Vietnam. Mientras escribo esto, una sorprendente fotografía por Alan Díaz del pequeño Elian Gonzales siendo “rescatado” a punta de pistola por nuestro gobierno está siendo analizada hasta el infinito en televisión y medios impresos de todo el mundo: ¿debería negarse la posibilidad de ver esta foto al público porque en el futuro esa imagen puede llevar al niño a revivir esa experiencia traumática?
Dudo que nadie que sea mínimamente razonable proponga eliminar a personas reconocibles de esta ecuación fotoperiodística, pero ¿no es ese el siguiente paso lógico? Sí, es cierto que los ejemplos citados anteriormente son imágenes controvertidas de sujetos con derechos propios y personales. Pero dejando de lado el sentimentalismo, es la imagen la que perdura. Desgraciadamente, a veces recae en los herederos la obligación de sopesar las responsabilidades de la obra y el artista frente a las necesidades de las personas afectadas.
“El baño de Tomoko” fue, en mi opinión, la obra maestra de Gene Smith, la imagen definitoria en toda una vida plagada de importantes imágenes fotográficas.
Diez años antes de fotografiar a Tomoko, Gene Smith escribió: “Hay una relación en muchas de mis imágenes, un ritmo que puedes sentir, entre las necesidades de la sociedad y la ciencia. El progreso ayuda y perjudica a la humanidad, y me siento atraído por la lucha del hombre para avanzar y retroceder al mismo tiempo“.
Las fotografías de Gene Smith hacen mucho más que documentar hechos particulares, por muy importante que eso sea. Sus fotografías proporcionan a menudo una visión de futuro al refractar el pasado y el presente, dándonos un tiempo que es, a su vez, tan oscuro como brillante. “El baño de Tomoko” es mucho más que Minamata. Ha trascendido al envenenamiento por mercurio y a las muchas almas devastadas por la avaricia de unos pocos. Lejos del tiempo y el espacio de un pueblo pesquero japonés, la fotografía, convertida ahora en símbolo, permite a las personas ver en una sola imagen todas las posibilidades y peligros de la vida. Para mí, es un recordatorio constante y universal de que solo a través del tipo de amor desinteresado reflejado en esta fotografía puede perdurar el espíritu de la humanidad. La imagen de Tomoko y su madre es tan hermosa como aterradora. Y es real.
Esta fotografía es una de las más intensas que jamás se han hecho: más allá del horror y la tragedia del caso en particular, la imagen ha llegado a representar la compasión y la humanidad. Si lo universal tiene prioridad sobre lo particular es, por supuesto, una pregunta que nunca será respondida de forma satisfactoria para todos.
Gene Smith nunca alcanzó la perfección que ansió para su vida imperfecta, pero capturó con su cámara este momento perfecto de Tomoko y su madre. Tengo una copia de una vieja foto descolorida de cuando Gene era un bebé en la que su madre lo sostiene en brazos de manera similar por su propia madre. Si tan solo Nettie Lee Smith hubiera tenido la capacidad de amar de Ryoko Uemura… “El baño de Tomoko” permitió a Gene cerrar el círculo y en cierto sentido, completa su vida.
El 7 de enero de 1972, un mes después de haber tomado la foto de Tomoko, Eugene Smith se unió a otras víctimas de Minamata en una manifestación en la planta de Chisso cerca de Tokio, donde fue atacado y gravemente herido por empleados de la empresa que le causaron graves heridas y daños permanentes en un ojo. Este ataque hizo que la de Smith se convirtiera en una cara habitual en las noticias locales.
Tras el ataque, unos grandes almacenes de Tokio organizaron una exposición de las fotos de Smith a la que asistieron más de 50.000 personas en menos de dos semanas. Las fotos y el eco que tuvieron en los medios obligaron al gobierno a tomar medidas y la compañía responsable de los vertidos tuvo que pagar una indemnización.
Tomoko no fue la única víctima del envenenamiento por mercurio cuya situación afectó profundamente a Eugene Smith, hubo otras, como Tanaka Jitsuko, cuya historia era incapaz de contar sin romper a llorar.
Jitsuko está enferma. Es una chica en edad de casarse. Una chica incapaz de decirle ‘me gustas’ al chico que le gusta. Jitsuko, en mis fotografías no se ven las tinieblas de tu corazón voluble, ni su enorme profundidad.
Smith hizo más de mil fotografías a Jitsuko, pero solo una de ellas se incluyó en el libro.
En la pared del pequeño cuarto de Minamata en el que Eugene Smith, Aileen y su asistente japonés, el también fotógrafo Ishikawa Takeshi, revelaban las fotos, Smith escribió un pequeño texto que era toda una declaración de intenciones, unas palabras que valen no solo para su trabajo sobre Miamata, sino que son el perfecto resumen de la obra de un fotógrafo con un talento y un compromiso descomunales.
Mis fotografías dicen muy suavemente…
Mira, tú; mira esto y escucha… Mira, tú; mira esto y piensa… Mira, tú; mira esto y reacciona… Y lo haces. No porque te haya obligado a ello, sino porque has reaccionado. Mis fotografías, te urgen, suavemente, y te hacen pensar y sentir. Eso es lo que espero de ellas.
Eugene Smith murió el 15 de octubre de 1978, a los 59 años de edad.
Sin duda los lugares abandonados tienen un encanto especial, pero si encima se trata de sitios bastante lejanos o que tienen asociada una historia sugerente más aún. Por eso las fotos de exploración urbana de Alexei Polyakov resultan llamativas, porque muestran la decadencia de lugares que, en algún momento de la época soviética o de la Rusia de los zares, tuvieron un gran esplendor.
“Creo que la belleza también está en la destrucción” nos cuenta Alexei quien se ha especializado en fotografiar lugares abandonados (o urbex) comenzando por San Petersburgo, su ciudad natal, y siguiendo por toda Rusia y otros países de alrededor, llegando a captar lugares realmente curiosos, algunos de ellos abiertos al público y otros a los que logró entrar sin permiso o «por medios alternativos».
Para tomar las imágenes, este fotógrafo aficionado y autodidacta utiliza una cámara Nikon y un pequeño dron plegable DJI Mavic Pro, lo que le permite hacer esas espectaculares fotos aéreas que estáis viendo y con las que os dejamos para vuestro disfrute.
Era cuestión de tiempo pero por fin se ha hecho justicia. En el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, dentro de la exposición ‘Frente y retaguardia: Mujeres en la Guerra Civil’, han firmado con el nombre de Gerda Taro unas fotografías atribuidas hasta ahora a Robert Capa.
La exposición ‘Frente y retaguardia: Mujeres en la Guerra Civil’ inaugura un nuevo espacio del museo y forma parte de un conjunto de acciones impulsadas por el mismo coincidiendo con el 8M. Está ubicado en la segunda planta del edificio Sabatini. Y nace con la intención de contar el papel de la mujer durante la guerra civil.
Lo más llamativo es que por primera vez aparecen firmadas por Gerda Taro unas fotografías atribuidas hasta ahora a Robert Capa. Y también tenemos la suerte de poder contemplar una de las series de Kati Horna (Budapest, 1912 – Ciudad de México, 2000), una de las fotógrafas que también trabajó en España durante la contienda y cuyo material fue adquirido por el museo en 2017.
El nuevo espacio recuerda que las mujeres tuvieron un papel activo en los mismos aspectos que los hombres. Y dejar claro que su nombre no se puede olvidar. Además de los trabajos de Gerda Taro (Stuttgart, 1910 – El Escorial, 1937) y Kati Horna (Budapest, 1912 – Ciudad de México, 2000) también conoceremos la obra de las artistas gráficas Pitti Bartolozzi (Madrid, 1908 – Pamplona, 2004) y Juana Francisca (Madrid, 1911 – 2008). Y más mujeres que trabajaron para los dos bandos y que van a ser descubiertas por el gran público.
El papel de Gerda Taro en la firma Robert Capa
Robert Capa no existió nunca. Era solo una idea, el nombre de una pequeña empresa para hacerse un sitio dentro del mundo del fotoperiodismo. Robert Capa eran dos personas: Endre Erno Friedmann y Gerta Pohorylle. La historia cuenta que ella le enseñó a desenvolverse por el mundo y él solo le dio la pasión por la fotografía.
Idearon el nombre de Robert Capa para engañar a las revistas ilustradas y hacerles creer que estaban contratando a un prestigioso fotógrafo americano. En aquellos años convulsos era más fácil ser un personaje imaginario con un nombre atractivo que una mujer y un húngaro judío. Daba igual la calidad de tu trabajo.
Y los dos vinieron a España junto con David Seymour para documentar, desde el bando republicano, las nefastas consecuencias de la guerra y llenar las páginas de las nuevas revistas ilustradas del mundo entero. Los tres llevaban cámaras para generar material, lo más importante para tener ingresos suficientes.
Y Gerda y André (como se hacia llamar en París) firmaban sus trabajos conjuntamente. En aquella época no debía parecer inhumano hacer tal cantidad e fotografías armados solo con una Leica y una Rollei. Es verdad que al principio solo ejerció de representante pero ya en la primavera de 1936 consiguió su carné de prensa para ejercer la fotografía.
El reconocimiento de Gerda Taro dentro de la colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
En 1998 Cornell Capa (algún día hablaremos del hermano que se puso el apellido ficticio de su hermano) donó al museo 205 fotografías de la guerra civil con la firma de Robert Capa. Y aunque se sabía la historia real, siempre se consideraron trabajo del hombre.
A raíz del descubrimiento de la famosa ‘maleta mexicana’ en 1995 se empezó a especular sobre la posibilidad de descubrir la autoría de cada una de las fotografías y discernir de quién era cada una… Y gracias a la investigación conjunta del museo y la ICP (International Center of Photography) han llegado a la conclusión de que tres de aquellas fotografías son obra de Gerda Taro. Y otras tres puede que sean de cualquiera de los dos.André y Gerda, Robert Capa
Será muy difícil, por no decir imposible, llegar a saber quién hizo cada uno de los disparos… Incluso Tino Soriano, en su libro ‘¡Ayúdame a mirar!’ es capaz de asegurar que el famoso miliciano muerto es obra de ella… Y presenta varias pruebas irrefutables.
Gerda Taro fue herida en la batalla de Brunete (1937) y en el traslado su ambulancia sufrió un accidente. Ingresó en el hospital de El Escorial y allí murió… Iba a reunirse con André en París. Pero no pudo ser. Quién sabe cómo habría cambiado la historia de la fotografía.
Letizia Battaglia tenía 40 años cuando empezó sentir que tenía el control de su vida. Se había casado con 16 y tenía tres hijas de un matrimonio en el que se sentía prisionera. Su marido no permitió que estudiara ni que trabajara. Vivió sumida durante años en una depresión de la que fue saliendo aferrándose a amores clandestinos y pequeñas conquistas de libertad. Se divorció definitivamente en 1971. Empezó a escribir para diarios y pronto se dio cuenta de que los artículos se vendían mejor cuando hacía fotografías. Y en la fotografía volcó su existencia.
En 1974 empezó a trabajar en L’Ora, un diario de Palermo, Sicilia, donde había nacido en 1935. Se convirtió en la primera fotoperiodista de Italia. “Voy a fotografiar la calle, los niños, las madres, todo. No pensaba en la mafia”, reconoce en el documental La fotógrafa de la mafia que se emite desde este domingo en Movistar. No era consciente de que se iba a poner en la primera línea de la sociedad frente a la mafia.
A los tres días de empezar en el diario fotografió a su primer asesinado. Un hombre abatido a tiros en un olivar. Pasaría los siguientes 19 años fotografiando crímenes de la mafia, entierros, familias de la mafia, víctimas inocentes, policías, jueces, abogados y periodistas que plantaban cara a la cosa nostra. Décadas de sufrimiento y dolor en imágenes. Jornadas de trabajo con tres, cuatro y hasta siete muertos diarios. “Yo era un morgue ambulante”, recuerda Battaglia.
A Letizia Battaglia le costó hacerse respetar como fotógrafa. La policía no le dejaba pasar a los escenarios de los asesinatos como otros periodistas porque era una mujer.
CompartirMuerte en Palermo“En Palermo vivíamos una guerra civil, no eran sucesos. Un año sumamos más de mil muertos”. Con los años su compromiso como fotógrafa se transformó en político, militó en el Partido Verde. En la foto asesinato de Vicenzo Battaglia en 1976.
La mafia impidió el desarrollo de económico, la pobreza y la extrema corrupción estancó a Sicilia por décadas. Retrato de una mujer pobre en 1980 en San Vito.
“Aprendí a vivir con el miedo a que me mataran. Me han roto cámaras, me han escupido, insultado y enviado cartas anónimas amenazándome de muerte. Estar un poco loca te ayuda a ser valiente y yo veo que soy muy valiente». Homicidio en Palermo en 1975.
Los funerales de la mafia eran los momentos más peligrosos, porque los familiares la veían, la tenían cerca. “Yo me acercaba despacio y disparaba la cámara dando un golpe de tos, para que no escucharan el clic”, cuenta.
Después de años fotografiando la violencia de la mafia, organizó una exposición de fotos con otros colegas en la que mostraba los crímenes de la cosa nostra en la localidad de Corleone, el corazón mafioso de Sicilia. La crudeza de sus imágenes no estaba reñida con la belleza. En la imagen la foto ‘La niña y la oscuridad’, Marineo, 1980.
La viuda del escolta de Falcone . Palermo, 1993. Rosaria Schifani, viuda del escolta Vito Schifani, asesinado en 1992 junto con el juez Giovanni Falcone, Francesca Morvillo y tres de sus colegas. El asesinato de Falcone y su séquito conmocionó a la sociedad italiana. Letizia Battaglia no quiso fotografiar el cuerpo muerto de Falcone.
Como todos los años por estas fechas se han hecho públicas las imágenes que aspiran a alzarse con el World Press Photo of The Year, seguramente el concurso de fotoperiodismo más prestigioso del mundo. De hecho, en 2020 se celebra la 63ª edición de un concurso que desvelará la que, con casi total seguridad, se convierta en la foto más vista del año.
Como en ediciones anteriores el concurso se articula en torno a ocho categorías (Contemporary Issues, General News, Environment, Nature, Long-Term Projects, Portraits, Spot News y Sports) que se dividen en dos para premiar a las mejores fotos individuales y la mejor serie de imágenes.‘Dorian’s Devastation’ de Ramon Espinosa (España). Finalista en Spot News Singles.
En todas estas categorías se encuadraban el total de 73.996 imágenes presentadas a concurso este año por parte de 4.282 fotógrafos de 125 países. Entre todos ellos salieron los 44 nominados que optan a llevarse algún premio y entre los que hay tres españoles que optan a un premio en distintas categorías con una foto: Ricardo García Vilanova por ‘Unconscious Protester during the Tishreen Revolution’, Antonio Pizarro Rodriguez por ‘The King of Doñana y Ramon Espinosa por ‘Dorian’s Devastation’.
Por otro lado, comentar que el año pasado se introdujo el premio World Press Photo Story of the Year pensado para premiar al fotógrafo cuya creatividad visual y habilidades hubieran dado pie a una historia de especial relevancia periodística. Pues bien, este año tres autores optan a este premio: Nicolas Asfouri, Romain Laurendeau y (de nuevo) Mulugeta Ayene.
A continuación os dejamos con las imágenes candidatas a los principales premios y un selección de las nominadas en distintas categorías y, como siempre, os invitamos a visitar la web del concurso para conocer el resto de trabajos que participan en un concurso cuyos premios definitivos conoceremos el próximo 16 de abril.
En 1957 Carlos Pérez Siquier retrató a una niña en el humilde barrio de La Chanca. La foto se convirtió en un icono para su autor pero nunca más supo de ella. Medio siglo después sus vidas se cruzaron.
Una forma de comenzar a conmemorar el nacimiento del escritor Miguel Delibes puede ser la de realizar el paseo por la capital vallisoletana que recorre los principales escenarios de la novela El Hereje. En este reportaje te cuento cómo. Recuerda que reservar tus alojamientos a través de Siempre de Paso me ayuda a generar contenidos gratuitos para que los disfrutes.
Empezamos a conmemorar el centenario del nacimiento de Miguel Delibes
Empezamos el año recordando el centenario del nacimiento de Miguel Delibes. Y para celebrarlo, en este PODCAST hablamos de cómo realizar la Ruta del Hereje en Valladolid.
Pensando en que estamos casi estrenando este 2020, y que tenemos por delante un año que va a estar marcado en buena medida por conmemoraciones que tienen que ver con la literatura y algunos escritores, he pensado que la primera propuesta viajera de este año podíamos dedicársela a uno de nuestros escritores más queridos y relacionados con Castilla y León: Miguel Delibes. Una fenomenal manera de comenzar a conmemorar desde ya mismo el centenario del nacimiento de uno de los escritores que más viajaron por Castilla y mejor escribió de ella.
Tanto que, en el fondo, resulta sumamente fácil coger cualquiera de sus muchos libros viajeros y tratar de seguirle los pasos. De hecho, en algún otro momento a lo largo del año seguro que hablaremos de las 6 Rutas de Delibes que podemos recorrer por la provincia de Valladolid, casi todas ellas basadas en las escapadas dominicales que realizaba para practicar una de sus grandes aficiones, la caza.
Otra forma de acercarnos a su figura y sus recuerdos, de la que también hablaremos en otro momento, podría ser la de visitar la localidad burgalesa de Sedano, en la que pasaba buena parte de su tiempo libre dedicado a escribir.
Pero hoy, en concreto, lo que voy a proponer es comenzar a festejar este centenario tomando de la mano uno de sus libros más celebrados, la novela El Hereje, considerado por muchos como una de las obras más destacadas de la literatura en castellano del siglo XX, y realizar con él un paseo fascinante que nos va a llevar, nada menos, que al Valladolid del siglo XVI en uno de los momentos de mayor pujanza en la historia de la ciudad.
Uno de los grandes placeres que depara la lectura de esta novela, con la que el escritor ganó el Premio Nacional de Narrativa es, precisamente, disfrutar con la excelente recreación del ambiente que se vivía en la ciudad a mediados del XVI, con la Corte instalada en ella y que, en lo religioso, aparecía marcado por el trabajo que desarrollaba la Inquisición para tratar de frenar a una herejía protestante, que en aquellos momentos estaba en plena expansión.
La novela, publicada por Miguel Delibes en 1998, muestra la vida en el Valladolid de 1517 a través de la figura de Cipriano Salcedo, con el cisma de la iglesia provocado por Lutero como trasfondo, al tiempo que nos describe los acontecimientos previos a los dos autos de fe que tuvieron lugar en la plaza Mayor en mayo y octubre de 1559 y que supusieron el trágico final del protagonista (spoiler…). Unos hechos y un ambiente que Miguel Delibes se preocupó por reflejar con muchísima fidelidad.
Precisamente por eso, tomar como referencia las páginas de la novela para pasear por el Valladolid del siglo XVI nos va a llevar a conocer rincones, palacios y edificios que todavía existen y que fueron el escenario histórico de los acontecimientos que relata Delibes en El Hereje.
¿Cómo podemos realizar este paseo por el Valladolid del siglo XVI y qué cosas vamos a descubrir?
Hay varias formas de seguir los pasos de Cipriano Salcedo por la ciudad. Una de ellas es acercándonos a la Oficina de Turismo, que está ubicada en la Acera de Recoletos, muy cerca de la plaza de Zorrilla, y apuntándonos a las visitas guiadas que se realizan cada sábado a las 6 de la tarde y que parten de la iglesia de San Pablo (la programación concreta de las rutas guiadas va variando a lo largo del año) .
En el caso de que no podamos asistir a la visita guiada, siempre podremos hacer el recorrido por nuestra cuenta ayudados por alguno de los folletos que tiene editados el Ayuntamiento o, también, consultando este reportaje publicado en el blog SIEMPREDEPASO.ES, donde vamos a encontrar detallados los principales hitos de este recorrido histórico por Valladolid.
En cualquiera de los casos, como digo, el paseo arranca en la plaza de San Pablo, en pleno casco histórico de la ciudad. Y lo hace allí porque ese era en aquel tiempo la parte más noble de Valladolid. El espacio público en el que tenían lugar fiestas palaciegas, recepciones de reyes y embajadores, desfiles solemnes o corridas de toros. Ese espacio quedaba acotado por la fachada de la iglesia de San Pablo y el convento adyacente; enfrente estaba el caserón palaciego que comprara en su momento Francisco de los Cobos, Secretario del Emperador Carlos I, y que, con el traslado momentáneo de la Corte de Felipe III a Valladolid pasaría a convertirse en el palacio Real; por el oeste se localizaban otros palacios y casonas, hoy desaparecidos; y por el este, el palacio de Pimentel, que acabaría por convertirse en la residencia habitual del emperador Carlos I las numerosas veces que paraba en Valladolid, hasta el punto de que fue el lugar escogido por la pareja real para el nacimiento de su hijo Felipe.
Desde esta plaza, el paseo se encamina hacia la plaza de Santa Brígida, donde destaca el impresionante palacio del Licenciado Butrón, que hoy es sede del Archivo General de Castilla y León.
Un poco más adelante, y mientras nos acercamos al Palacio de Fabionelli, no me resisto a recomendar la visita a la plaza del Viejo Coso, uno de los rincones secretos de la ciudad, que no tiene nada que ver con la novela de Delibes pero se sitúa sobre los solares que ocuparan con anterioridad el palacio del conde de Salinas y el hospital de los Pobres. Lo que hoy es un apacible patio de vecindad de forma octogonal no es otra cosa que la plaza toros inaugurada el 15 de septiembre de 1833, que constituyó el primer espacio estable para la lidias de los toros con que contó la ciudad.
A lado queda el citado Palacio de Fabionelli, banquero de origen italiano y uno de los personajes más ricos de aquel Valladolid. Desde luego, la mejor forma de conocer por dentro este edificio y la propia historia de la ciudad y la provincia es visitando el Museo de Valladolid que se ubica en su interior.
Como ves, estamos recorriendo una zona de la ciudad que en su momento estuvo plagada de palacios señoriales. Muchos de ellos ya han desaparecido pero quedan todavía algunos para dar una muestra de la pujanza y los notables edificios que tuvo en aquel tiempo.
Desde aquí, esta ruta de El Hereje se dirige hacia la plaza de la Trinidad, con el impresionante palacio del Conde de Benavente, sede actual de la biblioteca de Castilla y León, para tomar después rumbo hacia la plaza Mayor y por la calle de Santiago finalizar en la actual plaza de Zorrilla que era el lugar en el que se encontraba la Puerta del Campo, una de las puertas de entrada y salida de la ciudad, en los aledaños del espacio que en aquel tiempo se utilizaba para levantar las hogueras donde eran quemados los condenados por la Inquisición.
En las próximas semanas de 2020 vamos a poder seguir viendo los nuevos capítulos de la serie documental ‘Detrás del instante‘. Pero si queremos conocer cómo es la fotografía española contemporánea podemos ver ya, en el canal de RTVE de Youtube y en su página oficial de Playz, la serie microdocumental ‘Generación instantánea’. Seis capítulos dedicados a algunos de los mejores fotógrafos de la actualidad.
Estamos de enhorabuena. RTVE acaba de empezar a emitir ‘Detrás del instante’ y tenemos ya a nuestra entera disposición los seis capítulos de ‘Generación instantánea’. Por un lado los grandes clásicos y, por otro, sus discípulos. La primera serie se emitirá en La 2 a lo largo de este año; y la segunda, que se emitió en el canal digital PlayZ, está ya disponible en dicha plataforma y en Youtube.
Dicen que solo la fotografía es capaz de detener el tiempo. Detenerlo, capturar el instante y conquistar con ello a medio mundo es lo que han conseguido los seis protagonistas de esta serie microdocumental que pone al otro lado de la cámara a algunas de las figuras más reconocidas de la nueva fotografía española: Cristina de Middel, Laia Abril, Santi Palacios, Ricardo Cases, Nicanor García y Óscar Monzón.
La fotografía en la televisión
La semana pasada anunciamos la nueva serie de la televisión pública dedicada a algunas de las grandes figuras de la fotografía española. Y hoy recordamos que podemos descubrir la mirada de algunos de los fotógrafos más representativos de los últimos años.
Lo mejor de todo es que vamos a poder establecer relaciones o paralelismos entre ambas generaciones con ambas series documentales. Los clásicos y los modernos. Y seguro que nos sorprendemos cuando descubrimos que los más jóvenes siempre aprecian a los mayores. Y sobre todo han estudiado su obra. Es muy difícil destacar si no tienes fuentes de inspiración.
Apenas llegan a 12 minutos por capítulo pero la información que aportan estos pequeños documentales es muy completa. Sirve para hacerte una primera idea de la realidad de la fotografía en el contexto actual. Es una introducción a la vida y obra de estos artistas. Es el primer paso. Luego tenemos la obligación de buscar sus libros, encontrar sus portadas y decidir si les seguiremos desde ese momento.
Todos ellos tienen un trabajo muy interesante:
Cristina de Middel, la futura miembro de la agencia Magnum, ha revolucionado este mundo desde su primer fotolibro. Es quizás la figura más importante de los últimos años en la fotografía española.
Laia Abril aborda los problemas de la mujer a través de su cámara. Marcó especialmente su fotolibro ‘On Abortion’. Y le gusta abordar como nadie situaciones incómodas para la sociedad.
Nicanor García encontró en Instagram la vía de escape y la solución a la falta de trabajo en lo suyo, la arquitectura. Tiene más de 700.000 seguidores gracias a sus fotos de arquitectura. Su mirada profesional es lo que marca la diferencia.
Óscar Monzón llamó la atención de todos con su trabajo ‘Karma’, donde nos descubrió cómo somos, cómo cambiamos, cuando vamos en el coche. Utiliza la fotografía para cuestionar la sociedad. Tiene muy claro que la fotografía es una herramienta de comunicación a la misma altura que el lenguaje escrito.
Ricardo Cases es uno de los fotógrafos más mediterráneos que podemos encontrar. Tiene un trabajo que se siente, es vivo. Parece que no tiene profundidad pero pocas veces veréis reflejada de semejante forma la realidad de la vida. Solo hay que ver ‘Paloma al aire’ para entenderlo.
Santi Palacios es fotoperiodista. Y se interesa por la vida de los refugiados. Suyas son muchas de las fotografías que nos desgarran el alma de las pateras que han naufragado en el Mediterráneo. Nos cuenta siempre que todos somos iguales, que todos somos seres humanos.
Y por supuesto, nosotros tenemos la obligación de ver, compartir y hablar de ‘Generación instantánea’ para conseguir que hagan una segunda, tercera o las temporadas que hagan falta. Si demandamos contenidos semejantes tendremos una buena televisión y nos podremos olvidar de los líos y amoríos de gente que solo está interesada en gritar.
Dentro del mundo de la fotografía, en las grandes historias de la fotografía, los hombres parece que llevan la voz cantante. Pero no podemos olvidar que es precisamente aquí donde más mujeres sobresalientes podemos encontrar. Y si recordamos la figura de Margaret Bourke White nos encontramos con una persona que lo hizo todo en el mundo de la fotografía y sin embargo, pocas veces se habla de ella.
Siempre me ha llamado la atención leer en las grandes historias de la fotografía, como la de Beaumont Newhall, las mujeres parece que tienen un papel secundario. Por supuesto se habla de ellas pero no alcanzan la intensidad de otros fotógrafos con una calidad menor. Algún día solo importará tu trabajo, no a quién conoces o el sexo que tengas. Vamos a conocerla o al menos recordarla.
Nació en 1904 en el distrito del Bronx de Nueva York en 1904 con el nombre de Margaret White. Pero será recordada por el apellido de su madre, con el que empezó a trabajar, Margaret Bourke White. Según cuentan las crónicas su carácter ordenado y meticuloso vino dado por su padre ingeniero. Desde joven destacó por su inteligencia y pasó por seis universidades. En 1927 recibió el título de Biología con la especialidad de Herpetología, el estudio de los reptiles.Una de sus imágenes míticas
También cursó fotografía en la universidad de Columbia para mejorar en una afición que heredó de su padre. Desgraciadamente murió pronto y se vio obligada a trabajar antes de terminar su formación. Él nunca se imaginó que gracias a su pequeña pasión ella, su hija, terminaría conociendo a Gandhi y aguantaría el horror de fotografiar la barbarie de los campos de concentración nazis.
Su pasión por el progreso y la tecnología le llevó a trabajar con los nuevos arquitectos e ingenieros para fotografiar los nuevos edificios y todo tipo de avances industriales. Incluso fue una de las pioneras a la hora de trabajar con los flashes. Precisamente esta habilidad fue lo que le llevó a ser considerada como una de las mejores técnicas de aquellos años en los que todo iba a caer.
Y así consiguió entrar en la revista ‘Fortune’, de la mano de Henry Luce, el famoso magnate que quería en sus filas alguien que fuera capaz de contar de semejante forma el canto a la industrialización. Lo curioso es que su forma de verlo era compatible tanto con el capitalismo como con el comunismo. Así que llama la atención que fuera tan querida por los popes del capitalismo y que fuera capaz de ir a fotografiar la maquinaria industrial de la Unión Soviética a principios de los años 30. Fue la primera mujer que lo logró.
La entrada en la revista LIFE
Henry Luce decidió apostar por una revista mucho más visual que ‘Fortune’. Así que compró la cabecera de ‘Life’ y la transformó en la revista ilustrada más importante. ¿Y sabéis quién logró la primera portada de noviembre de 1936? Sí, Margaret Bourke White, con un reportaje sobre la construcción de una presa que daría lugar a la mayor central eléctrica del oeste americano. Y sentó las bases de un género crucial para el fotoperiodismo: el ensayo fotográfico.Primera portada de Life
Estamos en la época de la gran crisis americana, solo superada por la que estamos viviendo actualmente. La caída de Wall Street de 1929 y las sequías sumieron al pueblo en la miseria más absoluta. El gobierno de Roosvelt creó el New Deal, una serie de reformas y ayudas económicas para paliar la situación.
Ahí surgió la Farm Security Administration, que estudió e intentó poner remedio a los problemas del sector rural de la población. Lo que ha quedado en la memoria, fueron las imágenes que sacaron los más grandes fotógrafos de la época, contratados para documentar todos los trabajos realizados y dar cara a los campesinos condenados.Fotograma del vídeo ‘Margaret Bourke-White Tribute Film’
Margaret Bourke White, figura del compromiso social y político del periodismo gráfico americano, hizo uno de sus reportajes más sentidos en el libro ‘You Have Seen Their Faces’. Es difícil de encontrar, sobre todo en la lengua de Cervantes. Sin embargo hubo una especie de batalla entre ella y Walker Evans. El libro de Bourke White era más crudo, más dirigido. Menos elegante que el famoso trabajo de Walker Evans y James Agee ‘Elogiemos ahora a hombres famosos’. Evans era más documental y Bourke White apostó por el ensayo a la manera de Smith… Algún día podré verlo con mis propios ojos.
La Alemania nazi y la fotografía de Gandhi
Pero su trabajo más duro fue sin lugar a dudas las primeras imágenes de los campos de concentración nazis en 1945. Una experiencia realmente sensible no solo por lo que vio, sino porque su familia paterna era de origen judío. Ella fue la primera mujer que recibió el permiso para trabajar como fotógrafa de guerra en los vuelos de las Fuerzas aéreas americanas.
Y entró con el general Patton en el campo de concentración de Buchenwald. Allí fue capaz de fotografiar el horror con toda su crudeza. No voy a describir sus fotos pero solo diré que las películas sobre el tema se quedan cortas. Fue muy criticada pero ella consideró que era una obligación hacerlo. ‘Life’ publicó parte de este reportaje. Decidió saltarse su propia política de no publicar los aspectos más desagradables de la II Guerra Mundial.Fotograma del vídeo ‘Margaret Bourke-White Tribute Film’
Pero si hay que elegir una fotografía por la que pasará a la historia es la imagen de Gandhi con la rueca, dentro del reportaje que le hizo horas antes de que le asesinaran. Como podemos leer en el libro ‘Las fotos del siglo’ la sesión fue complicada. Sabían cuáles eran sus ideas, así que prácticamente la obligaron a aprender a hilar con una rueca antes de hacer las fotos.Fotograma del vídeo ‘Margaret Bourke-White Tribute Film’
Antes de empezar le avisaron de que solo podría hacer tres disparos. Y para mejorar las cosas, no podría dirigirse a él porque estaba en su día de meditación. Llevaba solo tres flashes desechables. Por los nervios, los dos primeros disparos fallaron por un problema de sincronización y porque no llegó a dispararse. El tercero fue el último y definitivo. Una joya, un símbolo.
Desde aquel día Maragaret Bourke White dejó de confiar tanto en la técnica y comprobó que lo más importante era el trabajo constante, el amigo que nunca te desilusionará.