Nacido en 1894 en Budapest, Kertész empezó como agente de Bolsa, pero pronto se inclinó por la imagen y compró su primera cámara en 1912. Llamado a filas por la I Guerra Mundial, combate en el ejército austrohúngaro. Llena su morral de placas de vidrio para retratar a los soldados, «pero sin mostrar las desgracias», señala Morin. «Hay una mirada tierna, incluso cándida», de los momentos distendidos.
El Kertész artista es el que se muestra en la sección París 1925-35. Ahí cobra sentido el título de la exposición, El doble de una vida,referido a cómo proyectó en las fotografías sus emociones. «Interpreto lo que siento, no lo que veo», dirá. «Kertész plasma sus experiencias con sencillez y sinceridad. En él, lo cotidiano se convierte en extraordinario», apunta la comisaria. No se sabe por qué Kertész eligió París para darse a conocer, cuando el epicentro de las publicaciones ilustradas era Berlín. En la capital francesa deambula como un flâneur por el Sena, convive con la bohemia en Montparnasse, conoce a Mondrian, Chagall, Man Ray… y cuando fotografía, busca perspectivas desde puntos elevados y composiciones geométricas. Su primera exposición individual llega en 1927 y dos años después su obra cuelga en galerías de otros países.
En su estilo hay rasgos del «surrealismo, el dadaísmo, el constructivismo, pero no adoptó ninguno por completo», dice la comisaria
Tras exponer en la Bienal de Venecia, el MoMA le dedica por fin una retrospectiva en 1964 que le ratifica como uno de los grandes maestros de la fotografía. Por todo el mundo le organizan homenajes, pero él, con modestia, declara que sigue viéndose como un aficionado: «Espero continuar así hasta el final de mis días». Retirado, vive con su mujer hasta que ella fallece en 1977. Muy deprimido, su último trabajo será fijar con una Polaroid regalada los objetos cotidianos que le unían a Elisabeth. Un retrato en ausencia de su amada al que solo pondrá fin con su muerte en 1985, a los 91 años.