por Cartier Bresson no es un reloj
Evidentemente, yo sabía que mi madre hacía fotos todo el tiempo. Lo sorprendente es que nunca compartiera sus fotos con nadie, ni siquiera con su familia.
Es la primera línea del texto con el que Asya Ivashintsova-Melkumyan presenta el sitio web dedicado a la obra fotográfica de su madre, la hasta ahora desconocida Masha Ivashintsova.
Muchos la han comparado con Vivian Maier, incluso tendría su equivalente catalana en Milagros Caturla. En el caso de Maier y Caturla los negativos de sus fotos fueron adquiridos por desconocidos y a precios irrisorios en una subasta y en un mercadillo callejero respectivamente, cuando ambas ya habían fallecido. Eran tesoros olvidados, trabajos de indudable valor documental y artístico que permanecieron ocultos durante décadas, hasta que el azar y la curiosidad de unos desconocidos los sacaron a la luz.Vivian MaierMilagros Caturla
El caso de Ivashintsova es muy parecido. Fueron su hija y su marido quienes descubrieron cerca de 30.000 fotografías sin revelar en el ático de su casa, donde habían acumulado polvo y suciedad durante años, hasta que unas obras de reforma hicieron que la pareja revisara el contenido de unas viejas cajas.
Acumuló sus carretes en el ático y rara vez los revelaba, así que nadie pudo nunca apreciar los frutos de su pasión. Esos carretes permanecieron en el ático de nuestra casa en Pushkin, San Petersburgo, donde originalmente los guardó, después de su muerte en el año 2000. Hasta hace poco. Mi marido y yo encontramos los carretes mientras hacíamos una reforma de la casa y revelamos algunas de las fotos. Estaban sacadas entre 1960 y 1999. Lo que vimos fue asombroso.
Pero los paralelismos entre Ivashintsova, Maier y Caturla terminan ahí. La fotógrafa rusa no fue una solitaria patológicamente celosa de su intimidad como Vivian Maier, ni mostró jamás sus fotografías a nadie, como sí hizo Milagros Caturla, que perteneció a la Agrupació Fotográfica de Catalunya y participó en varios concursos de fotografía para amateurs.
Masha Ivashintsova nació en 1942 en Ekaterimburgo, Rusia, en el seno de una familia aristocrática cuyos bienes, entre los que había un lujoso apartamento en el centro de Leningrado, fueron confiscados por las autoridades tras la revolución bolchevique.
Cuando era niña, y animada por su abuela, Ivashintsova comenzó a formarse como bailarina de ballet. Sin embargo, al morir su abuela, sus padres decidieron que dejara las clases y asistiera a una escuela técnica.
Truncadas sus aspiraciones artísticas, Ivashintsova pasó por varios trabajos (crítica teatral, bibliotecaria, ingeniera de diseño, mecánica de ascensores, guardia de seguridad…) mientras su vida personal se volvía cada vez más turbulenta.
Mi madre estuvo muy metida en el movimiento poético y fotográfico de Leningrado entre 1960 y 1980. Fue la amante de tres genios de la época: el fotógrafo Boris Smelov, el poeta Viktor Krivulin y el lingüista Melvar Melkumyan, que es mi padre.
Su amor por estos tres hombres, tan diferentes entre ellos, marcó su vida, la obsesionó por completo, pero también la destrozó. Ella estaba convencida de que su talento palidecía ante el de ellos y, en consecuencia, nunca mostró sus fotografías, sus diarios y sus poemas a nadie durante toda su vida.
El poeta Viktor Krivulin fue una de las personas clave en la vida de mi madre. Fue su amante durante muchos años. Según ella, él fue su primer gran amor. Estuvieron juntos, luego se separaron, luego estuvieron juntos de nuevo, y luego se separaron de nuevo. Estuvieron así durante años.
Masha dedicó muchas páginas de su diario a su relación: “Cuando estoy a solas con Viktor, es como si no pudiera desear nada mejor. Ni siquiera importa lo que él diga. Él habla y sus palabras son como agua revitalizante. Oigo algo dentro de mi pecho, puedo respirar de nuevo y siento la vida en la punta de la lengua. Sus palabras… Nado en ellas como un pez y siento que mi cuerpo cede a la corriente. Sus palabras me llevan lejos”.
La relación con el padre de su hija, Melvar Merkunyian, tampoco fue fácil. Masha la describió así en uno de sus diarios:
“Melvar es un maestro desconocido, inalcanzable e intocable. Hubo un momento en que él tenía amor en su interior y un deseo de arrancarme de la repugnante San Petersburgo, de esta ciudad que es como una ciénaga. Me torturó con su voluntad, me encerró, intentó quebrantarme con sus palabras. Le odiaba. Pero debido a mi impotencia interior no podía dar un paso sin él. Y, habiendo escapado, después de haber estado un tiempo fuera, volvía otra vez a mi ‘maestro atormentador’. Y luego, otra vez, lo abandonaba sintiéndome como una virgen pura, sin pecado. Fue él quien cargó con mis pecados”.
En 1974, Masha conoció a Boris y se enamoraron. Se encontraron en un tren que hacía el trayecto de Moscú a Leningrado. En aquel momento, mi madre iba a mudarse a Moscú para reunirse con mi padre (y conmigo) después de varios años de amarga separación. Iba a Leningrado para recoger sus cosas, pero estos planes cambiaron después del encuentro casual con Boris.
La fotografía se tomó en el apartamento de mi abuela materna en San Petersburgo, donde yo también pasé bastante tiempo cuando era pequeña. Boris tiene en sus manos uno de los modelos de Leica más famosos de la década de 1960, la Leica IIIc.
Boris vivió una vida muy humilde, se las veía y deseaba para tener algo de dinero. Sin embargo, ahorró con devoción para tener la mejor cámara. Más tarde, le regaló esta Leica a Masha, un regalo que ella usaría mucho en los años siguientes.
Esta frase es de uno de los diarios de mi madre:
“Yo amé sin memoria: ¿no es eso un epígrafe para ese libro que no existe? Nunca tuve un recuerdo para mí, pero siempre lo tuve para otros”.
Masha hacía fotos constantemente, era parte de su día a día, la respuesta a un instinto vital que no podía frenar. Sus fotos son un testimonio de gran valor documental, pero en ellas se vislumbra también cierto toque poético.
Sentía una inmensa curiosidad por el mundo que la rodeaba y tenía especial predilección por los niños y los animales.
Mi madre aprovechó cada oportunidad que tenía para viajar y explorar el mundo que la rodeaba. En una carta que me envió desde Vologda en 1979, escribió: “En Vologda hay mucha de la vieja Rusia de madera (casas de madera, contraventanas talladas). Todo esto está arraigado en el pasado, pero también se está convirtiendo en parte del pasado. Es imposible guardarlo de cara al futuro, así que al menos estoy intentando captarlo con mi cámara“.
Recuerdo a esta anciana, la conocimos durante nuestra visita a Armenia. Estábamos visitando uno de los pueblos junto al lago Sevan. Esta mujer nos vio pasar por la calle y nos invitó a su casa. Ella hablaba armenio todo el tiempo, no entendíamos ni una palabra. Pero sentimos la calidez de sus palabras y la calidez del pan que ella ofreció. Después de compartir el pan, mi madre le sacó esta foto.
La frustración de creer que su arte no tenía nada que hacer frente al genio de aquellos que la rodeaban y los desengaños amorosos la llevaron a una depresión tan profunda que en 1981 tuvo que dejar de trabajar. En la URSS, estar desempleado era prácticamente un crimen y a Masha le dieron a elegir entre ir a prisión o ingresar en un centro psiquiátrico. Ella optó por esto último.
Vivió años de profunda infelicidad en varios hospitales psiquiátricos de la URSS, en penosas condiciones, en la época en la que el régimen soviético buscaba estandarizar a las personas y obligarlas a vivir según las reglas comunistas.
Mi madre tuvo una relación difícil con el comunismo. Acabó siendo acosada por el partido en el poder y tuvo que comprometerse a ingresar en un psiquiátrico en contra de su voluntad para su “higienización social”. Se dieron cuenta de que ella nunca podría integrarse en el mundo uniformador y de exaltación socialista que la rodeaba.
Tres años antes de su ingreso, Masha fotografió un mono encadenado asomado a una ventana. Al hilo de esta imagen, su hija afirma:
A veces, creo ver una advertencia, una especie de premonición en su fotografía.
En 1993, la casualidad hace que Masha se encuentre en la calle con el fotógrafo Boris Smelov, su antiguo amante. Su hija relata ese encuentro:
No se habían visto durante más de una década. El día de su encuentro, Masha tomó una foto de Boris y luego Boris usó la cámara de Masha para hacerle una foto a ella. Me duele el corazón cada vez que miro esas dos imágenes. Veo a dos seres humanos agotados y arrasados por el tiempo.
Boris murió cinco años después. El 24 de enero de 1998, Masha escribió en su diario:
“Borya (Boris) Smelov ha muerto. Ha muerto en la calle, no muy lejos de nuestra casa. Se congeló hasta morir a la intemperie. Ha muerto. El amor se ha ido. Hoy hemos ido a su funeral en la iglesia que está junto al cementerio de Smolensky. Vino mucha gente (…). Besé la frente sin vida de Borya. Recé junto a Vitya (Víktor) Krivulin. Sostuve una vela, llevé unas flores y arrojé un puñado de tierra sobre su ataúd. En casa, después de hablar con Asya, lloré mucho. Qué pérdida tan terrible y amarga”.
No es extraño que Víctor Krivulin, el otro amante de Masha, acudiera al funeral de Boris. Los tres hombres de la vida de la fotógrafa rusa se movían en el mismo ambiente artístico, y eran, además, figuras importantes dentro del mismo.
Ivashintsova narra en su diario otra situación que demuestra el estrecho círculo que formaban:
“Esta noche Melvar ha vuelto de su cita con Mikhaile Schwartzman (artista vanguardista de Leningrado y amigo cercano tanto de Melvar como de Viktor Krivulin). Ha traído una carpeta con los versos de Krivulin. ¡Cuánto dolor en mi corazón! Lo que parece imposible en la vida real puede ser posible en el reino del espíritu. Dos enemigos celosos se encontraron esta noche en una habitación. Se conocieron a través de sus creaciones y sus creaciones fueron la razón por la que viví y amé”.
Masha murió el 13 de julio del 2000, a los 58 años, en brazos de su hija Asya, víctima de un cáncer.
La mayor parte de los 30.000 negativos encontrados en 2017 están aún sin revelar. Es su propia hija quien se está encargando de ellos y de darlos a conocer a través de una web dedicada a la obra de su madre. Como en la citada foto del mono, Asya ha encontrado varias imágenes en las que percibe una profunda simbología.
Para mí, esta fotografía es una metáfora de la vida de mi madre: sola, en un hermoso vacío. Sola, pero también en el centro, siendo el sujeto que todo lo capta, sin el cual la belleza no existiría. Masha mantuvo sus obras en nuestro ático porque su fotografía no se hizo para ser exhibida o expuesta. Fueron fruto de su intento constante de comprender las sombras del mundo interior y del exterior. Eran dolor, alegría y la manifestación de la vida misma, al igual que la vida de la propia Masha.
Queda aún mucho por descubrir en la obra de Masha Ivashintsova, una mujer que vivió rodeada de hombres de talento a los que dotó de un aura de excepcionalidad que la enterró a ella misma como artista. La fotografía era su vida, pero una vida que, según ella, no merecía ser mostrada.
Veo a mi madre como un genio, pero ella no se veía a sí misma como tal y nunca dejó que nadie más la viese como realmente era.
A través de su web, y con la ayuda de amigos y familiares, Asya quiere mostrar la obra de su madre y conseguir el reconocimiento merecido que nunca tuvo. Tal y como explica en la web, “esperamos que las obras de Masha y su historia lleguen al alma de muchas personas”.